Este Búho se dio una escapada hacia la mejor playa de Punta Hermosa, El Silencio. Llegué, como dice la canción ‘Los patos y las patas’, de Raúl Romero y los Nosequién y los Nosecuántos: ‘Kilómetro cuarenta, doblando a la derecha, un camino de tierra/ el cielo azul anuncia un día de sol’.
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La playa hoy sí hace honor a su nombre. Hay silencio solo roto por el resonar de las olas, el sonido de los piqueros en el aire y uno que otro vendedor de los pocos quioscos que quedan. Pero no siempre hubo tanta quietud. El Silencio de ayer era una playa bulliciosa, con más de una treintena de restaurantes frente al mar que ofrecían deliciosos platillos marinos y en su mesa uno se refrescaba la garganta con sus chelitas bien al polo escuchando salsa y rock, y de reguetón solo se escuchaba al gran El General.
Pero ningún restaurante se comparaba con el de ‘Román El Pescador’. Allí pasamos veranos inolvidables comiéndonos un cebichito de corvina, un sudadito de chita o unos choritos a la chalaca. Pero hace seis años, un verano infortunado, máquinas caterpilar destrozaban los restaurantes y procedían a un desalojo ordenado por un juez ante un reclamo municipal.
Como periodistas llegamos al lugar de los hechos y vimos a Román derramar lágrimas de impotencia mientras su querido local pasaba a mejor vida. Con él, hace varios lustros, aprendimos a conocer la verdadera historia de la playa. A inicios de los setenta, un grupo de tablistas y deportistas, entre los que se encontraban la gran atleta Edith Noeding, su novio alemán y unos amigos, llegó caminando a la playa desde la antigua carretera Panamericana Sur, justamente en el kilómetro cuarenta. Desde la autopista no se vislumbraba nada, solo una inmensa pampa.
El Búho: “La bautizaron como El Silencio, debido a que no se escuchaba ningún ruido”
Nadie podía imaginar que en dirección al poniente se iba a encontrar, bajo el abismo, con una playa escondida, hermosa, desierta, en una gran extensión de arena. Pero no estaba tan desolada. Allí ya se encontraba un jovencito Román, junto a su padre, un curtido hombre de mar. Ellos pescaban en esa playa, llegaban desde Lurín caminando.
Los jóvenes la bautizaron como El Silencio, debido a que no se escuchaba ningún ruido y porque juraron no contarle a nadie su descubrimiento. Román ingresa al túnel del tiempo: “La señorita Edith Noeding y sus amigos nos decían, al vernos salir con chitas y lenguados, ‘¿nos pueden preparar alguito?’. Fue así que mi padre y mi madre empezaron a venderles cebiches y sudaditos. No había ninguna tienda a kilómetros a la redonda. Así empezamos el negocio en la playa. Poco a poco los tablistas comenzaron a llegar, dejaban sus camionetas con doble tracción arriba. Nosotros se las cuidábamos.
Fuimos testigos de cómo la playa comenzaba a poblarse. Al principio era exclusiva. Solo llegaban tablistas en sus autos y motos. Había que bajar a pie”. Después se hizo la pista afirmada, luego la asfaltaron. Años después comenzaron a hacer los festivales musicales e inauguraron un puesto policial.
El Silencio se volvió popular. Pero a inicios de los noventa todavía se respiraba un ambiente tranquilo los días de semana. El local de Román era un referente. Nunca renunció a su trabajo en el mar y sus insumos los pescaba junto con su hijo, el buen ‘Gordo’. Este columnista y sus amigos alguna vez compartimos tertulias con Adolfo ‘Papá’ Chuiman, infaltable en el restaurante. Otros actores, como el recordado Osvaldo Cattone, músicos, como Raúl Romero, y periodistas llegaban hasta sus mesas para degustar platillos marinos recién salidos del mar. Celoso cuidador del medioambiente, Román fue uno de los incansables batalladores por hacer que los establecimientos ofrezcan productos frescos a precios cómodos.
Antes que poner luces psicodélicas para armar tonos desenfrenados, puso mesas de billar, fulbito de mano, buena música y entregaba piscinas inflables a las familias que llegaban con sus niños. Unos choritos a la chalaca, con una chelita helada en El Silencio, donde Román, bastaba para hacer feliz a cualquiera. Todavía están en mi mente esos días tumbados en una hamaca donde Román, cantando ese memorable tema de Los Abuelos de la Nada: ‘Ni me acuerdo mi nombre ah ha/ muy tranquilo en la arena/ el rumor de la calle ah ha/ poco me interesa aquí… bajo el sol/ aquí hace tanto calor/ no, no me saquen de aquí, por favor, estoy demasiado tranquilo/ no quiero enterarme de nada hoy/ así es el calor/ la del medio está buena ah ha…’.
Hoy, si bien Román no está en la playa, como hombre luchador, inauguró un tremendo restaurante a todo lujo en la mismísima Panamericana Sur, arriba de la emblemática playa. Allí nos encontramos con sus hijos y nietos, que lo apoyan en el negocio. Ahora completamente formal, exhibe un tremendo restaurante donde se juntan sus viejos clientes de antaño, como los famosos Adolfo ‘Papá’ Chuiman o Raúl Romero. “Me dio pena el fallecimiento de Osvaldo Cattone, él siempre fue fiel a mi restaurante en la playa y también aquí en la carretera”, nos dijo apesadumbrado. Degustamos un espectacular sudado de chita, la especialidad de la casa. El resto fue silencio. Apago el televisor.
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