Este Búho, a pocos días de conmemorarse el ‘Día de Internacional de la Mujer’, quiere rendir homenaje a una poeta peruana considerada como una de las voces más representativas de la poesía hispanoamericana, Blanca Varela (Puerto Supe 1926-Lima 2009).
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Me pidieron que escriba una columna sobre ella, a pesar de que he escrito ríos de tinta sobre Blanca, porque soy su fiel admirador. Pero siempre me gusta ir por el principio y de su selecta bibliografía volví a leer su primer poemario titulado ‘Ese puerto existe’ (1959). Este primer libro lo consumó en París donde había viajado con su flamante esposo, el pintor Fernando de Szyszlo.
Y menciono lo consumó porque de Lima viajó con un puñado de poemas donde volcaba todos los sentimientos que inspiraron los años en los que vivió en su Supe querido, el lugar donde nació y se inspiró. En las hermosas playas de la Caleta Vidal, donde el mar y la arena se juntan con las chacras y pastizales plagados de vacas, caballos y lagunas con patos silvestres.
Al menos así era el Supe donde correteaba una chiquilla Blanca, antes de que llegara la industrialización del puerto con el ‘boom’ de la harina de pescado, y antes de que se mudara a Lima porque ingresó a estudiar en la Universidad de San Marcos, en la histórica casona del Parque Universitario.
Ese primer poemario es tan cristalino como su mar norteño, intenso como sus olas, pero siempre inmenso en imágenes tiernas, descarnadas y salvajemente humanas. Porque así fue toda la vida esa Blanca que a escondidas en París, a los 33 años -la edad de Cristo- y casada con Szyszlo, escribía poemas como este: ‘Está mi infancia en esta costa/ bajo el cielo tan alto/ cielo como ninguno, cielo/ sombra veloz, nubes de espanto/ oscuro torbellino de alas,/ azules casas en el horizonte./ Junto a la gran morada sin ventanas,/ junto a las vacas ciegas,/ junto al turbio licor y al pájaro carnívoro./ ¡Oh, mar de todos los días,/ mar montaña,/ boca lluviosa de la costa fría. (...) Aquí en la costa tengo raíces, manos imperfectas/ un lecho ardiente donde lloro a solas’.
Antes que poeta, Blanca Varela fue madre
De jovencita, paraba rodeada de hombres, claro, brillantes y devotos como su esposo, Fernando de Szyszlo, y ese par de compinches tan genios como ella, Javier Sologuren y Jorge Eduardo Eielson. Uno de sus admiradores más ferviente es Mario Vargas Llosa, quien aseguraba que ‘en esa hoguera de las vanidades en la que se desenvuelven los poetas, Blanca es un lunar’.
Y recalcaba ‘la parsimonia de la poetisa para publicar sus libros’. Nunca tuvo la necesidad imperiosa de publicar cada año, cada lustro. Para que calibren bien cómo la poetisa se demoraba en ‘dar a luz’ un nuevo libro, recapitulemos los años en que salieron sus poemarios: ‘Ese puerto existe’ (1959), ‘Luz de día’ (1963), ‘Valses y otras falsas confesiones’ (1972), ‘Canto villano’ (1978), ‘Ejercicios materiales’ (1993), ‘Libro de barro’ (1993), ‘Concierto animal’ (1999), ‘El falso teclado’ (2016, póstumo).
De ahí un extracto de su poema ‘Palabras para un canto’, donde puede leerse: ‘Yace aquí, / entre tumbas sin nombre, / escrito en el harapo deslumbrante, / roja estrella en el fondo del cántaro./ Por el mismo camino del árbol y la nube, / ambulando en el círculo roído por la luz y el tiempo. / ¿De qué perdida claridad venimos?’.
En febrero de 1996, Blanca sufriría el mayor dolor de toda su vida y del cual nunca se pudo recuperar, a pesar de ser una mujer de temple. Creo que nadie puede volver a ser el mismo después de perder a un hijo. El arquitecto Alonso de Szyszlo falleció en un fatídico accidente de avión cuando la nave despegaba de Arequipa y donde todos sus ocupantes murieron.
En su último libro, ‘Falso teclado’, publicado póstumamente, digitó el orden de los poemas y el final es, precisamente, un texto desgarrador referido a la muerte. Porque la inmensa poeta nunca pudo digerir la partida de Alonso.
Ese último poema de Varela, titulado ‘Nadie nos dice cómo’, quiero compartirlo con mis lectores: ‘Nadie nos dice cómo voltear la cara contra la pared y morirnos sencillamente, así como lo hicieron el gato o el perro de la casa/ o el elefante que caminó en pos de su agonía como quien va a una impostergable ceremonia batiendo orejas al compás del cadencioso resuello de su trompa/ solo en el reino animal hay ejemplares de tal comportamiento, cambiar el paso acercarse y oler lo ya vivido y dar la vuelta, sencillamente dar la vuelta’.
Termino con las sabias palabras que dio en una de sus ultimas entrevistas: ‘Yo creo que lo que hay de optimista en lo que escribo es que yo creo que la vida es esta, con su decadencia, con su esplendor en la primera juventud y en la infancia. Pero que hay que vivir siempre como si fuera el día definitivo, el último día.
Siempre hay que proceder con la integridad que tú vas adquiriendo con el tiempo. Para mí, la muerte no es, pues, un castigo. Yo no soy pesimista’. Al final de su vida supo de los mayores reconocimientos a su obra: en el 2001, el premio Octavio Paz; el premio Federico García Lorca en 2006, y en el 2007 el premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.
Hace trece años se marchó a encontrarse, seguramente, con su hijo Alonso. Contra lo que se pudiera pensar, antes que poeta, Blanca Varela fue madre. Como la de todos nosotros. Apago el televisor.
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