Este Búho era un mozalbete indocumentado entonces. Había llegado al periodismo con la necesidad de satisfacer mi espíritu curioso. Viajaba. Leía. Y, sobre todo, bebía de este oficio junto a los ‘viejos zorros’. Me dejaba llevar, como Virgilio a Dante, por los antros oscuros que frecuentaban para aligerar el peso de las noticias del día. Cantinas de mala muerte, llenas de aserrín y putas quincuagenarias, desdentadas y con las panties rotas. En el Maquisapa, en el corazón de Lince, o en el Queirolo del centro de Lima. Eran conversaciones intensas, sobre literatura, cine y, por supuesto, rock. Mucho rock.
A veces a la mesa llegaban bravos como el rockerazo Piero Bustos, ‘Cachuca’ o el poeta maldito Domingo de Ramos. Ahogados por el humo de los cigarrillos, discutían y recordaban sus épocas de reporteros callejeros. Y aquella crónica. Y aquella entrevista. Y aquel jefe que los mandó a la mierda y les lanzó la máquina de escribir por la cabeza. Y aquella colega de piernas hermosas que con carisma conseguía información imposible de sus fuentes.
Entre risas estridentes y ríos de cervezas los viejos mataban las horas y esperaban las primeras luces del día. Por eso, en esta columna quiero recordar una gran lección que me dio -entre esas noches salvajes- uno de mis maestros más queridos. Era diciembre cuando el más curtido de la redacción, entonces editor general del diario, me dijo: “Hey, muchacho. Vamos por unas cervezas. Se acabó el año”.
Nuestra cantina favorita quedaba a una cuadra del diario. Tenía una bodega como fachada, pero después de cruzar una puerta tapada con un trapo se llegaba a una habitación de dos mesas con cuatro sillas. Allí, durante meses -después del cierre- nos enfrascamos en conversaciones sobre Julio Ramón Ribeyro, Charles Bukowski, Truman Capote. Sobre Pink Floyd, David Bowie o el desquiciado genio Charly García. Él trastabillaba mientras hablaba. Atropellaba una palabra con otra.
Cuando sacaba de la manga una historia fascinante abría sus ojazos para contarla. Y uno, imberbe, escuchaba y aprendía. “Muchacho, he visto gente despedazada en tiempos del insano terrorismo. He caminado por las calles humeantes de Mesa Redonda, saltando entre los cadáveres calcinados por aquel incendio de 2001. Estuve en Pisco después del terremoto del 2007 y mordí el polvo de la muerte”. Tenía cicatrices marcadas en el alma de aquellas comisiones. Se le notaba, porque cada vez que narraba esas historias crudas la tristeza asomaba en sus ojos.
Le pregunté si acaso todas esas coberturas no le habían formado un callo en el corazón y lo habían vuelto un hombre insensible, frío, imperturbable. Él tomó un sorbo de su bebida. Parecía buscar las palabras exactas para su respuesta. Y lo que dijo aquella noche quedó marcado a fuego en mi memoria: “El día que un periodista deje de sentir indignación, frustración, compasión, ira, tristeza, orgullo o alegría por una noticia que cubre, ese día que coja sus cosas y se vaya al carajo”.
Entendí que el periodismo se hace con cojones, pero también con el corazón. Para escribir una noticia, primero hay que sentirla. “Si con tu texto emocionas al lector –me dijo- has hecho bien tu trabajo, muchacho”. Durante años me acogió como un hijo y bajo su manto protector me enseñó lo que realmente es este oficio. Bien lo escribió Arturo Pérez-Reverte al referirse a los redactores veteranos: “De él, en los siguientes días y meses, aprendías sobre tu oficio más que cuanto escuelas de periodismo y universidades podían enseñarte jamás”.
En el diario hizo escuela y siempre fue anfitrión de los chicos nuevos que ingresaban. No era egoísta con lo que sabía. Se ensució los zapatos en la calle. No concebía el periodismo desde el escritorio. Y repetía siempre esa frase de ‘Tinta Roja’, una de sus películas favoritas. “El periodismo, como la prostitución, se aprende en la calle”.
Había recorrido el Perú de extremo a extremo. Conocía este país como pocos y desde esa perspectiva escribía sus columnas -tan agudas, tan sensibles-, que leía cada mañana ni bien cogía el periódico. Curiosamente, muchos años después sería yo quien heredaría ese espacio, bajo su aprobación y confianza. Este año, aquel maestro perdió su lucha contra el cáncer. Y como las aves crepusculares alzó el vuelo hacia la eternidad una noche de agosto. Esta columna se la debía. Abrazo al cielo, maestro. Apago el televisor.
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