
Este Búho busca y no encuentra homenajes que se organicen en memoria del gran poeta peruano Antonio Cisneros. Este lunes se cumplirá un año más de su partida y desde este pequeño espacio quiero dedicarle mi humilde columna. Ahora lo encuentro inmortalizado en el Malecón de Miraflores, en una estatua en su honor. Siempre veo una flor amarilla en el bolsillo de su saco metálico. Ignoro quién la pone. ¿Serán sus hijas a las que tanto amó? ¿Su fiel esposa, a la que llamaba ‘Negrita’?
Y otra encrucijada: ¿a qué hora esa mano bendita coloca la flor? El asunto es que el monumento al vate, que vivía a escasas tres casas del Parque Raimondi, no tenía indicaciones de tan ilustre personaje. Los miles de turistas, caminantes, ciclistas, corredores, que transitan frente a la estatua no tenían datos sobre él, algo imperdonable.
Felizmente, la municipalidad puso información resumida, pero que da luces del gran poeta. Quienes lo conocieron, hasta ahora no pueden creer que un hombre como ‘Toño’ pudo dejarnos tan prematuramente a los 69 años. Siempre exteriorizó un espíritu juvenil, vital, cálido. Parecía el mismo veinteañero, pelucón y de blue jean que sorprendería a la crítica al presentar su poemario ‘Canto ceremonial contra un oso hormiguero’ (1968), solo que más canoso.
A diferencia de otros poetas de su generación, hoscos, resentidos, siempre rumiando inconformidad y reclamando reconocimientos, él se preocupaba por cosas personales fundamentales, como el amor a la familia, a los hijos, su pareja y sus nietos. ‘Toda mi vida he vivido sin que me importe demasiado la cultura, ni la poesía ni la bohemia, no está entre mis prioridades qué obra tengo que hacer o dejar. Me importa un comino. Más me importan mis nietos’.
quienes tuvieron la suerte de trabajar con él, saben de su prolífica trayectoria: ante todo poeta, pero también periodista, profesor universitario, traductor o guionista. Todos se preguntaban cómo hacía para repartir su tiempo en la creación literaria. Sin ser militante de un partido de izquierda, incluso participó en la revista ‘Marka’ en tiempos de oposición a la dictadura de Morales Bermúdez. También en el recordado semanario de humor ‘Monos y Monadas’ y dirigió el tal vez mejor suplemento cultural en la historia del periodismo nacional, ‘El Caballo Rojo’.
También me gustaba escucharlo en la radio, porque Cisneros fue pionero en hablar coloquialmente y escribir sobre gastronomía, pues era un verdadero sibarita. Inclusive tiene un legendario ‘elogio al cebiche’.
Me perece que fue ayer cuando lo veía presuroso, saliendo temprano a trabajar, hasta el asfixiante centro de Lima, a la Cancillería, donde era director del Centro Cultural Garcilaso.
En otro país, un poeta de su trayectoria, ganador del Premio Nacional de Poesía (1965), Premio Casa de las Américas (1968), Premio Gabriela Mistral (2000), Premio José Donoso (2004) y Premio Víctor Sandoval (México, 2009), entre otros, hubiese recibido una pensión digna de parte de la Nación, a la que prestigió con su monumental obra poética.
‘Toño’ siempre fue frontal sobre el tema: ‘Yo trabajo, yo no estoy retirado. Me dan pena los poetas bohemios que se mueren de hambre, pero ¡que se pongan a trabajar!’. También criticaba la actitud de los gobiernos o el Parlamento que esperaban el fallecimiento de alguna figura literaria para rendirle reconocimientos póstumos. ‘¡Y eso a mí qué me importa, si no los voy a ver!’, ironizaba.
Miembro ilustre de la llamada ‘Generación del 60’, vivió en Londres en la época hippie y revolucionaria de los 60; y en Lima, en su Miraflores de toda la vida, en la casa de su madre, donde falleció. Su poesía, a diferencia de la de sus contemporáneos ateos, como Hinostroza, tenía también un sentido místico y religioso, herencia de sus estudios en el colegio de curas Champagnat, donde inclusive fue monaguillo.
Siempre fue receptivo con quienes se le acercaban para felicitarlo o conversar con él. Alguna vez dijo: ‘Si estoy en deuda, si hay alguna, es con la gente que me ha querido aquí en el Perú o en el exterior. Claro, no incluyendo a las tribus de envidiosos. Pero, ¿a quién es al que han querido? Al poeta. El ciudadano Cisneros se siente indigno cuando no escribe poesía, porque a fin de cuentas a quien le debe demasiado es al poeta’.
En un poema escribe: ‘Y de Dios, ¿qué más puedo decir que Él no lo sepa? Casta soy, pero no hasta el delirio/ Me preocupé (como muchos) por los pobres del reino/ Y veo (como todos), el paso de la nave de los muertos. Y temo. Y bebo valeriana/ Recíbeme con calma, mi Señor’. Allí estará, en el parnaso de las letras, maestro. Apago el televisor.
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