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Amores perros: El gran cariño de los escritores por sus mascotas

En esta columna, el Búho comparte con sus lectores el gran cariño que grandes escritores de la talla de Truman Capote, comparten por sus mascotas.

Este Búho navega por la internet y se encuentra con una tierna imagen del escritor y periodista norteamericano y su inseparable bulldog Charlie. Pienso que no pocos escritores han tenido ese vínculo fraternal con sus e, incluso, muchos les han dedicado libros enteros. Podría decir que varias de mis columnas fueron escritas a contrapunto de los ladridos de mi labradora de trece años.

Los hombres solitarios y tímidos que tenemos un perro sentimos y sabemos de esa conexión indestructible. No le voy a llamar amistad, porque está un escalón más arriba. A veces las amistades traicionan, olvidan, abandonan. Un perro, jamás. Desde muy niño formé ese vínculo inexplicable con los perros, ese amor desinteresado, pues es el único que existe en esta circunstancia. Es, además, un amor injusto: nunca amaremos tanto a nuestros perros como ellos a nosotros.

Esos seres, arbitrariamente relegados por la fama de los gatos, presumidos y engreídos, han sido fuente inacabable de inspiración para escritores. Pienso, por ejemplo, en el gran poeta chileno , Premio Nobel de Literatura en 1971, quien durante su exilio en México crio dos perros mestizos, Calbuco y Cutaca.

La muerte de uno de ellos lo sumergió en la depresión y lo motivó a escribir estos versos: “(...) Y yo, materialista que no cree en el celeste cielo prometido/para ningún humano,/para este perro o para todo perro/creo en el cielo, sí, creo en un cielo/donde yo no entraré, pero él me espera/ondulando su cola de abanico/para que yo al llegar tenga amistades” (Un perro ha muerto).

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Incluso, en su libro autobiográfico ‘Confieso que he vivido’, hace una revelación conmovedora: “Así me gustaría quedarme siempre, frente al fuego, junto al mar, entre dos perros, leyendo los libros que harto trabajo me costó reunir, fumando mis pipas”. Dicen que fue Neruda quien le regaló un cachorro a su colega Rafael Alberti, para consolarlo de la tristeza que le causaban las matanzas de la guerra civil española.

Neruda sabía que la melancolía se puede soportar cuando hay quien te lama las heridas del alma. Alberti la llamó Niebla y lo inspiró a escribir esto: “(...) Niebla, mi camarada,/ aunque tú no lo sabes, nos queda todavía,/ en medio de esta heroica pena bombardeada,/ la fe, que es alegría, alegría, alegría” (A Niebla, mi perro).

EL BULLDOG DE TRUMAN CAPOTE

Alguna vez, en una entrevista, Truman Capote mencionó a su bulldog Charlie cuando le preguntaron si había encontrado el amor en alguna de sus mascotas: “He tenido perros y gatos a lo largo de mi vida. Sin duda has oído hablar de Charlie, mi bulldog, al que a veces le escribo cuando salgo de viaje. Le he enviado misivas en las que puede leerse: ‘Querido Charlie: aquí todos los perros tienen miedo y pulgas, no te gustaría nada. Te echo de menos. ¿Quién te quiere?’”.

Charlie, cómo no, aparece en diversos episodios de su libro ‘Los perros ladran’. Pienso también en el libro ‘Perros e hijos de perra’, del español Arturo Pérez Reverte, quien recoge en su obra artículos en donde los ‘chuchos’, como los llama de manera cariñosa, son los protagonistas. “Durante la mitad de mi vida conviví con perros, y de ellos he aprendido mucho de cuanto sé, o creo saber, sobre las palabras amor, desinterés y lealtad”. Además, agrega: “Podría resumirlo afirmando que nunca conocí entre los seres humanos, como en los cinco perros que hasta hoy pasaron por mi vida, un amor tan desinteresado y tan leal. Tan conmovedoramente fiel”.

Era sabido que el escritor portugués se inspiró en su pequeño Camoens, un perro de agua, para crear a ‘Encontrado’, el mejor compañero del alfarero, protagonista en la novela ‘La caverna’. Según contó su viuda Pilar del Río, no hubo ser que sufrió más con el fallecimiento del escritor que ese perrito de pelos ondulados, que un día llegó a su hogar con miedo, buscando comida y amor, y se quedó para siempre.

“Cuando Camoens regresó a casa tras la muerte de José Saramago no pudo aceptar la ausencia. Estuvo intranquilo durante el día, pero cuando llegó la noche y no vio al dueño ni en la cama ni en el sillón que habitualmente ocupaba, cuando una y mil veces recorrió el espacio entre las dos habitaciones, cuando entendió que el dueño ya no estaba ni iba a estar, que eso es la muerte, aulló, gritó, se desgarró en un dolor que describirlo araña el alma”, escribió Del Río en una carta que publicó cuando Camoens murió, y que se convirtió en noticia mundial.

Imagino a La Biche de Juan Carlos Onetti, a Lux de Víctor Hugo, a Remo de Miguel de Unamuno o a Almendra de Alonso Cueto, agitando la cola al compás de las teclas. Acompañando a sus amos en silencio, en esas noches de creación, que pueden ser tormentosas y eternas. Porque hay noches como esta, en las que sentado frente a la computadora es imposible presionar la primera tecla.

Es ese vacío tenebroso que los periodistas y escritores conocen y pocos superan: la hoja en blanco. Pero aquí está la vieja labradora -y ahí estaban esos peludos- acurrucándose entre mis pies, con su calor, con ese jadeo propio de su edad y mirándome con esos ojos tristones, como diciendo: ‘¡Eh, humano, acaba ya y vamos a pasear!’. Apago el televisor.

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