Este Búho lamenta no haber podido viajar a la Copa América. Ya tenía todo planeado para alentar a mi selección y escribir mis columnas desde Dallas, Kansas y Miami, pero se me cruzó con unos temas personales. Con mucha pena cancelé el viaje.
Estados Unidos siempre ha llamado mi atención. Una de las razones es la literatura. En el Olimpo de los grandes escritores, el norteamericano Ernest Hemingway estuvo en el pedestal de los más rudos, salvajes, borrachos y mujeriegos.
Según críticos, el ganador del Premio Nobel 1954 y el Pulitzer (1953) escribió novelas casi autobiográficas, solo maquilladas de ficción, aplastadas por sus recuerdos.
Por ejemplo, su novela ‘The sun also rises’ (1926), que en español se titula ‘Fiesta’, nos presenta la historia de un periodista norteamericano que fue voluntario en la Primera Guerra Mundial y luchó en el frente, donde sufrió una herida por una explosión y quedó impotente.
Jake Barnes se encuentra en París con su novia, la enfermera que lo atendió cuando estuvo herido. En la vida real, Ernest fue herido en la guerra y se enamoró de una mujer que curó sus heridas. Tras el cruento conflicto bélico, Hemingway se asienta en la Ciudad Luz y comparte con un grupo de jóvenes norteamericanos, con quienes se embarca en una aventura a Pamplona (España) para participar de la Feria de San Fermín, donde sueltan a toros miura en plena calle.
Inclusive, hay un libro publicado en tierras españolas sobre las interminables juergas que se mandaba durante esas festividades. Llegó una noche al hotel completamente borracho, acompañado de dos jóvenes prostitutas. Su esposa Pauline dormía y él le pidió al conserje otro cuarto para él y sus chicas. Tan solo media hora después, las muchachas completamente desnudas salieron despavoridas, mientras el novelista, en calzoncillos, las llenaba de insultos.
En ‘El viejo y el mar’, ese notable relato inmortalizado en una película con el gran Spencer Tracy, no hace sino trasladar a las letras la afición del escritor por la pesca, en su caso, de altura. Por esa razón, llegó hasta Talara (Piura), al pueblo de Cabo Blanco, en 1956, en busca del merlín más grande del mundo.
Tres ‘tiburones’ del periodismo peruano
Pese a que su visita era un secreto guardado bajo siete llaves, tres ‘tiburones’ del periodismo peruano lograron hacerse de la noticia y acordaron, dada la trascendencia y lo difícil de la misión, trabajar en equipo. El recordado Manuel Jesús Orbegozo, de La Crónica, Mario Saavedra-Pinón, de El Comercio, y Jorge ‘Cumpa’ Donayre, de La Prensa, sorprendieron a Hemingway en el pequeño aeropuerto de Talara.
Agitando los brazos gritaban a la comitiva encabezada por el gigantesco escritor oriundo de Illinois: ‘We are journalists!’ (‘¡Somos periodistas!’). Los agentes de seguridad quisieron desalojarlos y el novelista se acercó y les dijo en castellano: ‘¡Hola, colegas!’. Se fueron al hotel a conversar. Habló hasta del suicidio de su padre y de lo fanático que era de las corridas de toros.
Se quejaba porque solo había asistido a mil seiscientas corridas y que por la Guerra Civil de España no pudo ver más. El periodista del decano reveló un secreto de Hemingway: ‘Yo tomo primero un vaso grande de scotch y luego otro de agua. La mezcla nunca se debe dar en el vaso, sino en el estómago. Ja, ja, ja’.
Pese a que acordaron estar juntos, Orbegozo se desmarcó de sus colegas y convenció a un niño que le iba a llevar el almuerzo a uno de los tripulantes de los dos barcos que iban a zarpar para la pesca del merlín.
‘Le di cinco soles. Ingresé al lujoso yate y me escondí hasta que estuviera mar adentro. Ya en alta mar salí y me di con la sorpresa que en el yate solo estaba Mary Welsh, la esposa del escritor, quien estaba al lado, en el otro yate.
Hablé con ella y me hizo una confesión sorprendente: Este viaje lo paga la Warner Bros, que va a filmar todo, nosotros ya no tenemos dinero, se gastó toda la plata que le dieron por el Premio Nobel’.
El final fue de película, ‘los tres mosqueteros del periodismo peruano’ acordaron regalarle una botella del más fino pisco peruano y le pusieron una frase impactante: ‘Mientras lloren las uvas, yo beberé sus lágrimas’.
Orbegozo, quien muchos años después sería mi profesor de Periodismo en San Marcos, contaría luego que al día siguiente, al mediodía, bajó el novelista y fue directamente hacia ellos y los abrazó. “Ya bebí sus lágrimas”, les reveló a manera de confidencia.
No sorprendería que alguien que vivió tan intensamente como él acabara con su vida, disparándose un escopetazo en la cabeza, en su casa de Idaho. En la locura de sus últimos días fue consecuente con su estilo de vida. Siempre al pie del cañón en cualquier circunstancia. Apago el televisor.