Este Búho es un convencido de que un maldito virus no podrá nunca matar la cultura. Sino, recordemos como Giovanni Boccaccio, encerrado en su Florencia, concibió su monumental ‘Decamerón’ mientras la terrible ‘peste negra’ mataba a millones en toda Europa. Aquí también el ‘encierro voluntario’ que debemos mantener nos permite no solo leer, sino conectarse en las redes culturales que están muy activas.
La semana pasada le hicieron un homenaje a José María Arguedas y el viernes en la pagina de Facebook ‘Los lectores de Julio Ramón Ribeyro’ programaron una charla con Jorge Coaguila, el sanmarquino estudiante de periodismo, ávido lector de Ribeyro, que con el correr del tiempo se convirtió en su principal biógrafo y amigo.
Ribeyro y Abraham Valdelomar son los más grandes cuentistas que ha dado este país. El narrador miraflorino, quien radicó varias décadas en París, regresó al Perú para vivir los últimos días de su vida...
Coaguila, amigo de los tiempos universitarios, me contó la forma casual de cómo conoció al escritor. ‘En ese tiempo era estudiante y devoraba los cuentos de Ribeyro. Cuando me enteré que llegó a Lima averigüé su dirección. Le pedí a un amigo que tuviera cámara para que me acompañase, por si teníamos la suerte de estar con él’.
Ese encuentro cambiaría la vida del joven sanmarquino. Y nunca imaginó que lo llevaría, incluso, hasta la sala donde el autor de ‘La palabra del mudo’ fumaba un cigarro tras otro y bebía vino.
‘Aquella vez nos habló por el intercomunicador. Le dijimos que eramos sanmarquinos, que teníamos su libro y queríamos que nos lo firme. Si le decíamos que queríamos una entrevista seguro no nos recibía’.
Ribeyro murió en 1994 después de una larga lucha de veinte años con el cáncer, adquirido por culpa de su sempiterna costumbre de fumar. Antes, en una decisión sorpresiva, decidió vivir sus últimos años en Lima solo, sin su esposa ni su hijo, que se quedaron en Francia.
Y adquirió un departamento frente al mar en Barranco, dedicándose a gozar con sus amigos de toda la vida: Fernando Ampuero, Guillermo Niño de Guzmán, Balo Sánchez León y Alonso Cueto, entre otros.
Montaban bicicleta por el malecón, navegaban por el mar y, si el cuerpo aguantaba, hasta hacían vida nocturna yendo a salsódromos, al estadio y hasta tuvo una novia. Tanto influyó en él esa etapa final de su vida, que el último relato que escribió el maestro lo tituló ‘Surf’.
Allí, de manera autobiográfica, cuenta la historia de Bernardo, un escritor que adquiere un departamento frente al mar barranquino. En esos años, la ciudad vivía sumergida en la violencia de grupos terroristas, pero el protagonista prefería mirar con sus prismáticos la playa y los bañistas.
El viejo escritor, entusiasmado por ese fervor de los tablistas, decidió desafiar el tiempo y practicar el surf. A su edad era hasta suicida y le daba vergüenza mezclarse con los jóvenes surfistas, así que un amigo le prestó su casita de playa en Punta Rocas y allí practicaba el surf en la noche, cuando los delfines descansaban cerca de la orilla.
Ese último relato seguía teniendo el ADN ribeyriano, en la lucha de Bernardo contra el fracaso, esa implacable espada que siempre atravesaba a todos los personajes de su vasta producción.
En ese cuento, terminado el 26 de julio de 1994, a pocos meses de su deceso, ocurrido el 4 de diciembre del mismo año, Bernardo -‘alter ego’ de Julio Ramón- al final del relato y después de tanto batallar, por fin logra encontrar la ola perfecta que había buscado con tanta desesperación.
Esta le dice: ‘Cógeme, yo soy la que esperabas, conmigo podrás realizar tus sueños’. El cuento terminaba con el protagonista conducido por esa ola a los arrecifes, hacia la eternidad.
Julio Ramón siempre contó con una legión de seguidores a los que encandilaba con esos personajes alucinantes, que transitaban en chifladuras de pensar que podían mutar sus opacas existencias a las de un hombre triunfador.
Sus historias estaban pobladas de fracasados, arribistas, perdedores crónicos, personajes ridículos, que causaban hilaridad y carcajadas, como también conmiseración. El escritor no se hacía problemas para definir su filosofía. ‘La vida la concibo como algo completamente irracional, imprevisible, donde no hay lógica ni dirección u objetivos determinados, al menos no perceptibles para los humanos’.
Este columnista no podrá olvidar el momento en que leyó por primera vez los cuentos reunidos en ‘La palabra del mudo’.
Cuando cayó en mis manos su inclasificable ‘Prosas apátridas’ (1975), la devoraba de cachimbo en el Patio de Letras sanmarquino a inicios de los ochenta, y eran, como dice el autor, textos ‘sin patria literaria... ningún género quiso hacerse cargo de ellos... fue entonces cuando se me ocurrió reunirlos y dotarlos de un espacio común, donde pudieran sentirse acompañados y librarse de la soledad’. Apago el televisor.