Este Búho caminaba por el jirón Quilca rumbo a la marcha contra el usurpador Manuel Merino de Lama. Posé mis ojos en una librería o más bien en una guapa muchacha que atendía, de nombre Susan. Allí, conversando con la jovencita, me dijo: ‘Búho, a las ocho salgo, nos vemos en la marcha’.
En esa librería con nombre de príncipe, me di con un número de la añeja revista literaria ‘Hueso Húmero’ (fundada en 1979), que traía consigo una plaqueta inédita del poeta Javier Heraud, con cuatro sonetos dedicados al vate Martín Adán, autor del emblemático poemario ‘La casa de cartón’ y un genio en todas las dimensiones de la palabra, quien decidió llevar una vida lejos de los lujos de su familia y, más bien, cercana a la total marginalidad.
Aunque residió gran parte de su vida –y por voluntad propia- en el nosocomio ‘Víctor Larco Herrera’ debido a sus crisis emocionales por el alcoholismo, Rafael de la Fuente Benavides o, simplemente Martín Adán, nació en el seno de una familia acomodada, en la que nunca se sintió a gusto.
Adán comenzó muy temprano, desde su ingreso al Colegio Alemán, donde conoció a quien sería su guía y maestro en el mundo literario, el escritor Luis Alberto Sánchez.
Allí el poeta empezó a escribir su obra más célebre y reconocida: ‘La casa de cartón’. Lanzó un adelanto en la revista ‘Amauta’, que dirigía José Carlos Mariátegui, con quien conversaba y debatía de literatura. Jamás de política.
A sus 20 años, poco después de publicar ‘La casa de cartón’ (1928), logró el reconocimiento en el mundo literario. Una fama de la que huyó. Era casi imposible entrevistarlo.
‘Mis experiencias con los periodistas no han sido muy agradables. Sus fantasías son más grandes que las mías y lastiman a seres que sufren y piensan’, le dijo a una reportera en los ochentas.
En 1932, después de abandonar la Universidad Nacional Mayor de San Marcos por las constantes huelgas y agitaciones políticas, viajó a Arequipa.
Allá, lejos del cuartel militar que fue su casa, el poeta se abandonó a la bebida y comenzó una vida bohemia. Amaba la soledad. Se le veía solo en los bares del Centro de Lima. La empezaba en el ‘Bar Cordano’, frente al Palacio de Gobierno, donde tuvo encuentros etílicos y encontronazos con el gran poeta beatnik Allen Ginsberg, luego la seguía en el ‘Palermo’ de La Colmena.
Después al frente, en el ‘Chino Chino’, y cuando cantaban los gallos en las infames chinganas de la plaza Unión. Hay una sabrosa crónica escrita por el recordado narrador Gregorio ‘Goyo’ Martínez, donde relata el tour chupístico con don Martín, que duró dos días y no pudieron seguirle el ritmo, y lo dejaron en la ‘camara de gas’ de la plaza Unión.
Hay una foto del día que presentaron el libro ‘Los inocentes’, de Oswaldo Reynoso. En una de las pocas imágenes que existen de aquel evento se le ve en un rincón, bebiendo solo, ensimismado. Solía escribir sus poemas en servilletas.
Su amigo Juan Mejía Baca se encargaba de recolectar las creaciones del escritor de bar en bar. En esos años agitados, Martín Adán logró escribir ‘Travesía de extramares’ (1950), ‘Escrito a ciegas’ (1961), ‘La piedra absoluta’ (1966), ‘Mi Darío’ (1966-67) y ‘Diario de poeta’ (1966-1973).
Sus creaciones le valieron el Premio Nacional de Poesía (1946 y 1961), el Premio Nacional de Literatura (1975) y en 1956 fue elegido miembro de la Academia Peruana de la Lengua. Son célebres sus correspondencias, sobre todo aquella que mantuvo con la joven Celia Paschero, colaboradora del escritor argentino Jorge Luis Borges.
En una oportunidad, Paschero le pidió un texto autobiográfico, pues estaba elaborando un estudio sobre la poesía latinoamericana contemporánea. El poeta peruano le respondió a su manera : ‘¿Quieres tú saber de mi vida?/ Yo solo sé de mi paso, / De mi peso, / De mi tristeza/ y de mi zapato... Si nací, lo recuerda el Año/ Aquel de quien no me acuerdo, / Porque vivo, porque me mato... Si quieres saber de mi vida, / vete a mirar al mar’.
El poeta partió a la historia el 29 de enero de 1985 en el Hospital Arzobispo Loayza por problemas cardiacos. Ya antes estaba internado en el asilo de ancianos de Canevaro, en el Rímac, donde pasaba las horas leyendo con una enorme lupa las obras de Abraham Valdelomar o la Biblia.
Nunca perdió su genialidad, su inteligencia desbordante. Sin la vida que tuvo, tal vez el poeta no hubiese podido escribir esa memorable tesis ‘De lo barroco en el Perú’, en la que puso como dirección ‘el manicomio’. No hubiera podido crear aquellos poemas exquisitos que hoy le valen el reconocimiento unánime.
Sin esa vida azarosa, tal vez Martín Adán no hubiera escrito este poema hermoso: ‘El sol brincó en el árbol/ Después, todo fue pájaros./ Lejos, caía lluvia/ del cielo de tus manos/ -un cielo pequeñito, lívido, solitario-./ Hora el cielo es distancia, ceguedad, aletazo.../ El sol tiene en el árbol inquietudes de pájaro’. Apago el televisor.