
Este Búho aún no decide a dónde viajará por Fiestas Patrias. Es una costumbre, para mí, salir de la capital en estas fechas. “Vives muy acelerado en la capital, aquí en nuestra casa frente al lago Titicaca verás que hasta tu visión de vida puede cambiar”, me dijo una amiga hace algunos años. Y no lo olvido. Este columnista jamás se ha considerado un ‘turista’ en su país, siempre he sido un viajero.
Recuerdo que en ese entonces agarré un avión a Puno, adonde llegué con la intención de relajarme. Pero uno nunca deja de ser reportero, así esté de vacaciones. “Los ojos de un periodista no son los ojos de cualquiera, flaco”, me dijo uno de los mejores colegas que he conocido y que ya pasó a mejor vida.
Creo que ese viaje a Puno fue realmente aleccionador, pues me conectó con una realidad distinta a la de la urbe, con la del Perú profundo, que conserva tradiciones ancestrales que muchas veces no son entendidas por el mundo occidental, que casi siempre las ve por sobre el hombro.
Cuando estuve a cuatro mil metros de altura, en una comunidad llamada San Carlos, a la que se accede por una trocha, el chofer, con los ojos humedecidos, me dijo: “Señor Búho, cómo puede ser posible que no tengamos carreteras. Mire esta trocha miserable”. Tenía razón. No puede ser que en esta época, cuando los últimos gobiernos se vienen jactando del crecimiento económico del país, todavía tengamos pueblos prácticamente aislados.
De inmediato, se me vinieron a la mente los millones de dólares que Odebrecht le robó al Estado, vía miserables gobernantes que, por ejemplo, construyeron una inservible Interoceánica solo para llenarse los bolsillos.
También me acordé de mis clases en la universidad: nunca los grandes conquistadores incas pudieron derrotar a los habitantes de este bravío pueblo. Esos se llamaron los uros, padres de los puneños. Lo comprobé cuando estuve en San Carlos, en Acora. Allí todos hablaban aimara. En medio del jolgorio, me vacilaban las pollerudas y los recios campesinos en su lengua nativa. Pero aquí no son de medias tintas.
El taxista se había pasado de vivo con nosotros y nos quería cobrar en dólares, pero el jefe de las rondas de San Carlos lo puso en su sitio y le dijo: “Aquí somos la ley y somos justos, cóbrales el precio real o tu carro no va a salir”.
El taxista no solo bajó su tarifa, sino que también se quedó en la fiesta patronal más pródiga que existe. Vi cómo sacrificaban chanchitos, corderitos y vaquitas para servirlos en humeantes caldos de cabeza, en chicharrones para todos los invitados, los amigos y hasta para los ‘sapos’.
Mis andanzas por esta región, tan alejada de la capital, solo terminaron cuando Roxana, la mejor trabajadora del hotel, llegó corriendo. “Señor, han matado a un ratero en Juliaca, yo lo vi”. Había robado un celular. Me fui volando a Juliaca y supe toda la verdad. Se trataba de un ‘chorito’ de celulares cuyas víctimas eran estudiantes y amas de casa, un tal Percy.
Fue capturado infraganti cuando arrebataba un smartphone a una estudiante en el transitado jirón Lambayeque. Fue reducido, desnudado y atado a un poste de alumbrado público por el pueblo. Allí fue flagelado, escupido, pateado y hasta pudo ser quemado vivo.
La Policía llegó a tiempo y lo rescató. El muchacho temblaba de miedo y rogaba que no lo maten. Al final, agradecía a los efectivos que se lo llevaron a la comisaría. Al observar estas imágenes recordé a todos esos estudiantes universitarios y amas de casa asesinados solamente para robarles el celular, por criminales sanguinarios para quienes la vida ajena no vale nada. Apago el televisor.
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