
Este Búho celebra la adaptación al cine del libro de culto ‘Los inocentes’, de Oswaldo Reynoso. Se acaba de proyectar en el Festival de Cine de Lima. Conocedores y críticos han resaltado la calidad de esta versión cinematográfica, pues, en palabras de ellos, refleja el alma de la obra literaria, una de las más disruptivas y escandalosas de su época.
El director del filme, Germán Tejada, convirtió en carne y hueso a esos bellos personajes que los lectores solo imaginábamos: ‘Colorete’, ‘El Rosquita’, ‘Cara de Ángel’, ‘Johnny’. Oswaldo Reynoso (Arequipa 1931-Lima 2016) fue uno de los grandes escritores peruanos de la famosa ‘Generación del 50’, que bebió de esa Lima urbana y oscura, y lo plasmó en libros tan memorables como ‘Los inocentes’, una publicación que en los años sesenta alborotó a la conservadora sociedad limeña.
Fue un narrador y poeta que, sobre todo, vivió obsesionado con la perfección de la palabra. Fue un autor cercano a los jóvenes, a los que abría las puertas de su casa para aconsejarlos y guiarlos en el mundo de la literatura. Presentaba libros o escribía prólogos y los recomendaba en cada entrevista que concedía. No fue egoísta. Siempre pisó la calle, de donde se nutrió para sus más grandes creaciones.
Este columnista habitualmente lo veía en el jirón Quilca, en el centro de Lima. A veces se instalaba en el bar Queirolo o en el bar Don Lucho. Uno lo reconocía fácil: Era alto, corpulento y de cabello blanco. En sus obras volcó su mirada de aquella Lima sórdida, oscura y lumpen. Convirtió el lenguaje ramplón en lenguaje literario. En esa época en que decir ‘gila’, ‘manyar’, ‘desahuevar’, ‘tombo’, ‘tono’ o hablar de la homosexualidad era satanizado por la sociedad y los intelectuales, el arequipeño causó un revuelo de magnitudes insospechadas con sus publicaciones.
En sus tardes de cervezas con los chicos, Reynoso solía contar que cuando presentó ‘Los inocentes’, su más aclamado libro de cuentos, se acercó con timidez hacia el poeta Martín Adán, quien estaba en un rincón del bar Palermo, y le entregó un ejemplar.
Tiempo después y muy preocupado, Adán le dijo: ‘Un escritor como usted va a sufrir mucho en el Perú’. Y no se equivocó. Reynoso fue casi criminalizado, apedreado. Sus libros eran prohibidos. Los muchachos tenían que leerlos a escondidas y comprarlos era casi vandalismo. Los críticos literarios eran salvajemente despiadados con él.
Oswaldo Reynoso decía, con mucho orgullo, que no pertenecía a la argolla literaria peruana, esa que se da palmaditas en la espalda y se reseñan entre ellos. Llegaron a tildar su creación como ‘páginas hediondas’ y que debían ‘arrojarse a la basura’. Aun así, se convirtió en un escritor de culto. Leerlo en aquellos años de calzones con bobos era un acto de rebeldía, una protesta contra el establishment. Y él disfrutaba, porque también era un rebelde, un inconforme.
Su presencia en esa calle oscura y humeante que era Quilca, atiborrada de borrachos y vagabundos, de periodistas, de músicos, de estudiantes, de delincuentes y perros hambrientos, generaba un aura de solemnidad divina: ‘Ahí va el maestro’, decían los muchachos. Y él, humilde, respondía los saludos, sea quien sea. Parecía una oveja más del rebaño.
Hizo de ese mundo sombrío la materia prima de su creación literaria. Uno podía encontrar a los personajes de sus libros en esa calle o en cualquier otra donde impere la marginalidad. ‘Amo a mi país y el rostro de mi país es el rostro de la gente pobre, y yo escribo para ellos’, dijo alguna vez. La noche de su muerte, recuerdo con claridad, fueron esos muchachos y personajes callejeros los que llenaron La Casa de la Literatura, lugar donde fue velado, para despedirse de él.
Nadie lloró –o al menos nadie lo hizo en público-, pues Oswaldo Reynoso había hecho un pedido expreso: ‘Que sea una gran borrachera’. Y esa noche en el centro de Lima corrieron ríos de cerveza en su honor. Reynoso escribió: ‘No tengo nada que ver con la ‘cultura’ del espectáculo, del éxito, de la banalidad. Toda mi creación narrativa, anarquía estética y orgía de sensaciones siempre ha estado dirigida a los pobres de mi patria y a los chibolos que lloran encerrados en su dormitorio’. La película, que logró premios en el Festival de Guadalajara, se proyectará hoy en el Centro Cultural de la Universidad Católica. Ahí nos vemos. Apago el televisor.
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