Playas de Paracas. (Foto: Wikipedia)
Playas de Paracas. (Foto: Wikipedia)

Este Búho pasó unos hermosos días en , junto a mis ‘cachorros’. Jugamos en la piscina del hotel, mojamos nuestros pies en las frías aguas del mar, encendimos una fogata y tostamos malvaviscos. Observamos la puesta de sol de las seis de la tarde, mientras las gaviotas, con ese vuelo suave y elegante, cruzaban el cielo hacia sus nidos.

El genial escritor Alfredo Bryce Echenique no pudo describir mejor este lugar: ‘Era hermoso Paracas; tenía de desierto, de oasis, de balneario’. Ya calienta el verano y no puedo negarlo, escaparme a las playas es una de mis actividades favoritas. Antes, de muchachito, iba cargado de municiones: botellas de pisco y ron. Con la manchota de la universidad.

Hoy, con los años encima, mis viajes son más pausados, al ritmo de mis hijos, con raspadillas y helados. Pero fueron mis abuelos quienes me forjaron ese amor por el mar, porque ellos —entonces jóvenes, ágiles y fuertes— siempre me llevaban en su ‘vochito’ rojo a las playas de la Costa Verde o del sur chico.

He visto con mis ojazos cómo esos desiertos fueron transformándose hasta convertirse en balnearios lujosos, con condominios privados y edificios que tienen piscinas en las terrazas, con supermercados, restaurantes gourmet y bares con tragos exóticos. Discotecas exclusivas y gimnasios con tecnología de punta. Son las exigencias de los modernos veraneantes. Yo soy simple. Planto mi sombrilla, extiendo mi toalla y mientras las olas van y vienen puedo ir tomando una latita de cerveza helada. Voy observando a los jovencitos lanzarse a la mar o a viejos pescadores zarpar con sus lanchas en busca de lenguados, chitas y cabrillas. O a niños construir castillos de arena. Abro un diario o reviso un libro pendiente. O navego en mis recuerdos y refloto historias que alguna vez me contaron o que yo mismo viví.

El poeta Martín Adán decía: ‘Si quieres saber de mi vida, vete a mirar el mar’. La Sonora Matancera cantaba: ‘En el mar, la vida es más sabrosa. En el mar, te quiero mucho más’. Y los tíos siempre hacemos esa broma pícara para salir del paso: ‘Viejo es el mar y todavía se mueve’.

El cuentista Julio Ramón Ribeyro se hacía a la mar al atardecer, cuando la playa de Barranco estaba despejada de visitantes, pues se avergonzaba de su cuerpo escuálido y de las cicatrices por las operaciones del cáncer. Aquella rutina le inspiró un cuento, su último cuento, ‘Surf’.

El enorme Ernest Hemingway era un pescador de polendas que viajaba por el mundo en busca de merlín y en esa aventura llegó hasta Perú. Cuajado en ese oficio escribió: ‘El viejo y el mar’. En la película india la ‘Vida de Pi’, tras una tormenta, Richard Parker y un tigre de bengala naufragan durante meses y aprenden a convivir en altamar. Esa es la metáfora hermosa de cómo uno mismo es capaz de dominar a sus demonios.

Los vikingos despedían a sus guerreros en barcos fúnebres y a la distancia lanzaban flechas con fuego para que las cenizas se esparcieran en el mar. Alguna vez, en esos veranos de mi infancia, cuando el ‘vochito’ del abuelo relucía bajo el sol y no era esa chatarra enterrada en polvo que es hoy, tuve una de las experiencias más lindas de mi vida. Estábamos en un cerrito sobre la playa de San Bartolo. Entonces no había esas casas lujosas que hoy cercan el mar ni esas antenas gigantescas conectadas con cables que rompen el paisaje. Ya atardecía.

Con mi abuela nos sentamos sobre unas piedras y mientras le hacía mil preguntas ella me dijo: ‘Guarda silencio y solo observa’. Vimos el sol caer sobre el mar como una inmensa bola de fuego y las aguas reflejaban esos colores naranjas que enceguecían. Ella me abrazó y yo recuerdo hasta hoy esa suave presión de sus brazos contra mi hombro. El litoral peruano, para mí, siempre serán esos hermosos recuerdos y hoy trato de que también lo sean para mis hijos. Apago el televisor.

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