Este Búho sigue atentamente las noticias de la lucha desigual de toda la sociedad contra ese enemigo silencioso, peligroso y mortal llamado coronavirus. Hasta el momento, ya cobró 30 víctimas mortales y hay más de mil contagiados. Hace unos días recordé mis experiencias como enviado especial a cubrir la epidemia del cólera en Chimbote, el año 1991, pero eran situaciones totalmente diferentes. El enemigo no era invisible como lo es el coronavirus. La bacteria que transmitía el cólera era el ‘vibrio cholerae’.
Te infectaba si tomabas agua contaminada por el microbio. Con esa agua, y sin hervir, miles de peruanos, sin servicios básicos, preparaban los refrescos que vendían ambulatoriamente en ese verano ardiente. También lavaban las frutas y verduras para las ensaladas que eran transmisores de la bacteria. El contagio era inevitable. Las aguas con residuos fecales con el microbio iban por el desagüe al mar chimbotano y era bocado para los peces que terminaban infectados. Solo así se volvió peligroso comer cebiche y otros productos marinos sin cocinar.
Así se convirtió rápidamente en una epidemia que mató a miles. El Gobierno no sacó a las calles a los policías y militares para combatirlo como hoy. Las campañas en los medios de comunicación eran claras: ¡¡Hervir el agua!! ¡¡No lavar la fruta con agua sin hervir!! ¡¡Higiene!! El Ministerio de Salud repartió millones de ‘bolsitas salvadoras’ contra la deshidratación, pero no fue suficiente. El cólera se extendió, principalmente, en las grandes urbes costeñas, donde habitaban millones en pueblos jóvenes sin servicios básicos y extrema pobreza, y en la selva, donde utilizaban las aguas del río, infectadas con la bacteria, en el barrio de Belén.
En Perú, donde se inició la epidemia que se extendió a países vecinos, se calcularon, según organismos independientes, seis mil muertos. El doble de fallecidos en China por el coronavirus en lo que va del presente año. Cuando llegué de Chimbote, mis amigos me recibieron como héroe, pero no era para tanto si comparo lo que arriesgan mis colegas periodistas frente al Covid-19. Este flagelo me encuentra cumpliendo, como buen ciudadano, la cuarentena, chequeándolo todo por todos los medios posibles para escribir mis columnas. Como dije, después de mil batallas, el guerrero se toma un reposo.
Pero ahí está el abnegado y arriesgado trabajo de los periodistas de este diario, de las secciones locales, policiales, espectáculos y deportes, porque para ellos no hay cuarentena ni toque de queda. Salen a la caza de noticias en las más peligrosas condiciones, con el virus maldito muy cerca suyo, donde tú menos lo esperas. Ingresando a hospitales, apostándose en edificios donde se encontró, por ejemplo, un cadáver infectado, en los cerros de los extramuros de Lima retratando cómo afrontan la crisis los que menos tienen. Hay que tener agallas para salir a trabajar en semejantes condiciones y cumplir con el deber de informar.
Recuerdo que cuando era niño vi un capítulo de la increíble serie ‘La dimensión desconocida’, vanguardista, de misterio y ciencia ficción. Allí, había un hombre que amaba la vida y a las personas pero, inexplicablemente, no podía darle la mano, abrazar o besar a alguien, pues los que recibían sus saludos fallecían irremediablemente. Algo de eso tiene la enfermedad de ahora, que se introduce en el ser humano para convertirlo en su instrumento. A ese virus diabólico sortean los hombres de prensa del país que cubren la pandemia. Para ellos, mis respetos. Apago el televisor.