
Este Búho ha sido un mochilero incansable durante su juventud. Nunca fue un impedimento la falta de dinero, pues aprovechaba las vacaciones de la universidad para hacer algunos cachuelos, ahorrar y viajar. Mi destino favorito, después de Cusco, siempre fue nuestra majestuosa selva. Esos bosques vírgenes inacabables, con sus ríos que los atraviesan y que son fuente de vida, sus cataratas, sus bestias tímidas que se esconden en las copas de los árboles y sus comunidades alegres y cálidas.
De esos tantos viajes recuerdo uno en especial, cuando me interné en el corazón de la selva peruana, casi en la frontera de los departamentos de San Martín y Loreto. Un viaje en avión hasta Tarapoto, tres horas en auto hasta Yurimaguas y seis horas en lancha hasta un pueblito llamado Libertad.
Un lugar con menos de cien habitantes, en donde las casas se levantaban con troncos secos y los techos se cubrían con hojas de plátano. Es curioso que en este pueblito, en donde apenas había energía eléctrica gracias a paneles solares, sus habitantes fueran los más hospitalarios que haya conocido en toda mi vida de mochilero.
Dentro de esa precariedad y abandono del Estado había un ambiente de armonía y respeto. Daban todo sin esperar nada a cambio. Su generosidad era sobrecogedora y ofrecían lo poco que tenían a mano abierta.
Aquella tarde que llegué con un grupo de amigos, peruanos y extranjeros, los habitantes de Libertad realizaron una danza regional y prepararon un delicioso guiso de paiche recién pescado, acompañado de plátano verde sancochado y un refrescante masato al estilo ancestral, con saliva humana. Las tradiciones se aceptan y se respetan. Por eso, con mis acompañantes tuvimos que beberlo seco y volteado.
El vínculo entre los nativos y la naturaleza está tan arraigado y es un lazo inquebrantable que cualquier extraño –como nosotros– percibe al instante. Desde el río en donde pescan, hasta el monte en donde cultivan, tienen un valor no solo económico, sino espiritual, que ellos respetan y protegen con su propia vida.
Aquí recordé un pasaje del libro ‘El hablador’, de Mario Vargas Llosa: “Ellos tienen un conocimiento profundo y sutil de las cosas que nosotros hemos olvidado. La relación del hombre y la naturaleza, por ejemplo. El hombre y el árbol, el hombre y el pájaro, el hombre y el río, el hombre y la tierra, el hombre y el cielo. El hombre y Dios, también. Esa armonía que existe entre ellos y esas cosas nosotros ni sabemos lo que es, pues la hemos roto para siempre”.
Fue una semana que no olvidaré nunca, en la que disfruté los chapuzones en el río Huallaga, mientras nos escoltaban curiosos delfines rosados, enfrentando a víboras como el temible jergón, atravesando pantanos infestados de lagartos y árboles copados de monos choros y aulladores.
Por las noches, el concierto de avecillas y las estrellas como escarcha en el cielo, el viento soporífero y el cañazo con miel de don Coki, que a uno lo mandaba a dormir a su carpa como un bebé de tres meses. Caminar y navegar por Perú no debería ser una opción, sino una obligación.
Descubrir esa interminable vegetación cargada de seres salvajes y misteriosos tal vez nos haría pensar un poco más sobre las catastróficas consecuencias de la contaminación ambiental que se origina por la minería ilegal.
A pesar de vivir casi en estado de abandono, estos compatriotas aman su tierra y sus orígenes intensamente. Por eso hoy vemos en las noticias que los pobladores de la isla Santa Rosa, en Loreto, se sienten más peruanos que aquellos que vivimos en las grandes urbes.
Rechazan las insinuaciones de un terrorista que hoy es presidente del hermano país de Colombia, me refiero a Gustavo Petro. Un impresentable que ha creado una cortina de humo para tapar su desastrosa gestión. Apago el televisor.
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