
Este Búho escribe con el corazón triste. Se entera de la muerte de un viejo amigo de Iquitos, Gilberto Guerra. Una pena inmensa. Guerra fue fundador de ‘La isla de los monos’, un refugio que recibía a estos animalitos que eran rescatados del tráfico ilegal. Cuando lo conocí, yo era un muchachito indocumentado, que viajaba con lo poco que podía conseguir con cachuelitos de aquí y allá. Y mi única carta de presentación era mi carné de prensa.
Don Gilberto me recibió entonces con los brazos abiertos y con el entusiasmo rebosante de un hombre que emprende una labor titánica, pero gratificante para el alma. Me hablaba de su reciente proyecto con brillos en los ojos, porque sabía que esa isla que había colonizado a media hora en lancha por el Amazonas sería el hogar de cientos de monitos maltratados, mutilados, arrancados de su hábitat.
Y había acondicionado allí un espacio para que vivan libres y lejos del peligro humano. Hasta ese albergue llegué, cargando un racimo de plátanos para los habitantes peludos. Pero antes arribé a Iquitos, la ciudad que tiene ante su balcón al imponente río Amazonas. En donde todas las tardes el sol cae como chispa de fuego sobre el monte y entonces algo parecido a un incendio desproporcionado abrasa la selva mientras los guacamayos bulleros cruzan el cielo.
En donde la gente bromea hasta de las desgracias y recibe al visitante como si se tratara de un familiar que regresa a casa después de muchísimos años: ‘¿Cómo estás, yuyito?’, te dicen. En donde la música llega desde lo inhóspito, lleno de loros, monos e insectos invisibles y también desde los parlantes con Los Wemblers. ‘Linda loretana por qué eres muy buena, tú serás la dueña de mi corazón. Te acaricia el campo, te bañan los ríos y los verdes bosques te brindan su amor’. En donde uno de tanta palometa, juane, tacacho, patarashca, inchicapi y estofado de tortuga termina ‘buchisapa’. En donde se va de un lugar a otro en motocarro o canoa.
En donde la lluvia a veces parece presagiar el fin de los tiempos y a uno se le trepa el miedo por los pecados cometidos. Luego de unos días por la ciudad, el buen Jair, un jovencito chispeante, inteligente y noble, me llevó hacia la isla de su ‘papá’ Gilberto. ‘La isla de los monos’, ubicada a media hora en lancha desde Iquitos, era y es un orfanato de monitos huérfanos, heridos o abandonados.
Muchos llegaban con las colas rotas o amputadas, pequeños recién nacidos arranchados de sus madres, viejitos que luego de ser mascotas se convertían en cargas demandantes para sus dueños, otros eran recuperados por los policías mientras eran vendidos en el mercado negro.
Allí, con la paciencia propia de quien ve a los animales como a hijos, ambos ángeles los alimentaban, los curaban, los rehabilitaban y los liberaban. Sostenían su proyecto gracias a los ingresos que generaba el turismo, pues en aquella isla acondicionaron habitaciones y salas de reuniones en donde visitantes de todas partes del mundo podían quedarse días, semanas o hasta meses cuidando a los primates y también trabajando la tierra.
Tras un cese durante la pandemia, abrieron sus puertas y poco a poco fueron remando para sacar a flote nuevamente esa iniciativa tan generosa y solidaria. Puedo dar fe que pasar unos días en ‘la isla de los monos’ es una experiencia incomparable. Es la selva en todo su esplendor. Dormir arrullado por esas diminutas vidas salvajes que no se pueden ver y bajo un cielo completamente estrellado es un servicio que no te brinda ni el más lujoso hotel.
Nunca había comido un arroz chaufa con cecina y platanito frito tan delicioso como allí. Es el lugar perfecto para desconectarse de la apabullante y agotadora rutina limeña. Aquel 2014, frente al río Amazonas, mientras asomaban los delfines rosados y los manatíes, le pregunté a don Gilberto Guerra por qué lo hacía, por qué se había embarcado en la oceánica lucha de rescatar monitos, incluso exponiendo su propia vida ante las mafias.
Recuerdo que me respondió: “No gano nada materialmente. Pero en lo espiritual, sí. Somos felices cuando salvamos vidas. Cuando los veo jugar felices y libres. Si no somos nosotros, ¿quiénes?”. Y caí en la cuenta de que, además de ser alegres y hospitalarios, los loretanos son personas nobles, solidarias y de corazón enorme. Se fue un gran hombre, que hizo de este mundo un mundo mejor. Apago el televisor.
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