Este Búho conoce la atracción que ejercía Chabuca Granda entre los jóvenes poetas de la generación del sesenta, sobre todo en César Calvo, la cual era de un sentimiento recíproco. El desaparecido vate Rodolfo Hinostroza conoció a la compositora cuando él tenía 23 años y quedó impresionado. Décadas después publicaría ‘Pararrayos de Dios’, un libro donde trazaría perfectos perfiles de personalidades peruanas, uno de los más entrañables y poco conocidos es el dedicado a la cantautora.
MIRA: La mujer de Freddy Mercury
“Una mañana -rememora- a eso de las once, Calvo llegó a la casa que compartíamos en la Bajada de Baños de Barranco, acompañado de una bella mujer. Me la presentó como ‘Chabuca Granda, la compositora’, y a mí como poeta, aunque yo todavía no había publicado ni una méndiga plaqueta y ella ya era famosa. Nos caímos instantáneamente bien, a pesar de las diferencias de edad: entonces frisaría los 45 rubios y exitosos años, y yo andaba por los 23″. Según el escritor, se cayeron bien porque Granda, de niña, llegaba de Apurímac a vacacionar a Barranco, justo en una casita bajo el Puente. “Me conocía sus valses de memoria. Y allí mismo, nos invitó esa noche a escucharlos en su casa, porque tenía casa abierta para todos los amigos todos los días, salvo lunes y martes creo, para hacer un poco de música y conversar, con guitarra y con cajón, desde las nueve de la noche hasta que se fuera el último parroquiano, previo aguadito de pato, o frejolada que todos los días se preparaba, para componer el cuerpo a las dos de la mañana, como en los viejos y generosos tiempos del criollismo…”.
“Cuando se nos terminaba el whisky y el buen pisco –acota Hinostroza- Chabuca tenía cajones de ron Cartavio debajo de la escalera, que le daban en parte de pago por publicidad, y nunca faltaban los cubas libres”. Rememora que la compositora tenía una cocinera morena de una mano divina, que ella supervisaba, y sacaba, al lado del clásico arroz con pato de las amanecidas, una carapulcra finísima, un ají de gallina soberbio, unos sancochados. “Así pues las jaranas de callejón venían a morir aquí, donde hasta se renovaba al personal, y se cantaba la última tanda, con guitarra y con cajón, y a veces hasta se bailaba”.
El autor sostiene que ella era buenísima bailando la marinera limeña y, cuando no se hacía música en vivo, se escuchaba la que tenía en su inmensa discoteca, que ocupaba todo un muro de la sala. Estaba llena de discos autografiados de Armando Manzanero, Pedro Vargas, Raphael, Caetano Veloso o Chico Buarque.
“Era muy conversadora, con opiniones propias y a veces polémicas sobre temas varios, con muchas anécdotas que contar, pues conocía a medio mundo”. Con buena memoria, el poeta recuerda que caían a la casa Nicomedes Santa Cruz, sacando décimas con su voz ronca de mala noche, el poeta y compositor Juan Gonzalo Rose, César Calvo, de cabeza, Reynaldo Naranjo o Hugo Neira. El vate ve en la cantautora tres etapas musicales definidas: Su etapa costumbrista, rememorando la Lima antigua y sus costumbres, como ‘José Antonio’, ‘La flor de la canela’; pero ella, como muchas personas de clases altas, simpatizaba con las ideas socialistas e igualitarias de los jóvenes y estaba muy impresionada por la historia de Javier Heraud, “que el flaco Calvo le había contado desde el alma, y sin duda eso la indujo a dedicarle una canción”.
“Esa fue la primera influencia que recibió de nosotros los poetas -puntualiza Rodolfo-, y luego seguiría mejorando sus letras, haciéndolas más libres y más modernas, rescatando nuestro gran acervo de música negra cuando Calvo se la llevó a El Carmen y le hizo conocer a Caitro Soto, a ‘Chocolate’ Algendones, a los Ballumbrosio. La Granda llamaba a lo negro, negro, y odiaba decir ‘negroide’… Cuando cumplí 24 años, en octubre de 1965, decidí hacer una gran fiesta en mi casa de la Bajada de Baños. Mi cuñado me mandó como regalo media arroba del mejor pisco mosto verde e invité a un montón de poetas a la jarana, y pasé por casa de Chabuca a invitarla personalmente”. Ella le dijo a Hinostroza que no se preocupara de nada. “Esa noche me asomé a mi balcón y vi a todo un cortejo encabezado por Chabuca, y mi hermano César Calvo, flanqueados por dos robustos negros que blandían la guitarra y el cajón, y no eran otros que Caitro Soto y ‘Pititi’ Sirio, y una imponente cocinera negra, que llevaba una canasta de platos, mientras sus ayudantes traían una inmensa olla de barro con los frejoles calientes, otra para el arroz, y otras canastas para las salsas y el ají, y los cubiertos, y las copas de pisco… los esperé en lo alto de la escalera, y apenas Chabuca llegó y me dio el beso de cumpleaños, acompañado con su botella de cognac francés, me dijo, perentoria: ‘Vamos a la cocina’ y allí se instaló con todo su personal...”. Años después se volvería una estrella universal que lamentablemente se nos fue demasiado temprano en 1983 por problemas del corazón. Apago el televisor.