
Este Búho cree que la expresión máxima del arte es la poesía, ese género literario acaricia el alma. Lanzarse a la poesía es un acto arriesgado, que supone arrancarse la piel, hacer de un ladrillo una flor. Por eso, admiro y quiero a los poetas: tan valientes y sensibles. A mi edad me he vuelto muy selectivo con mis lecturas, leo a los clásicos, pero también me doy tiempo para leer a los nuevos talentos, esos que asoman tímidos y con más miedo que entusiasmo debido a los críticos.
Como lo dije muchas veces, este columnista no es un crítico literario, sino un lector todoterreno, que se asombra, que disfruta y conmueve. Hace algunos días llegó a mis manos el poemario ‘Astromelias para no olvidar’, de Chío Espinoza. Ella en el prólogo explica el origen del nombre de su libro.
“Cuenta la leyenda que había un joven llamado Quintral enamorado de una joven llamada Amancay. Quintral cayó enfermo y la única cura, dijo una hechicera, era una flor amarilla y solitaria que crecía en lo más alto de la montaña. Amancay subió hasta allí, enfrentando el peligro. Solo había un detalle, para llevarse la flor ella debía arrancarse el corazón. Y lo hizo, sin dudarlo. La sangre de su sacrificio cayó sobre el valle y así nacieron las astromelias: flores amarillas con manchas rojizas, memoria viva de un amor entregado y de la belleza que nace del dolor”, cuenta Chío.
Y agrega: “Elegí este nombre para mi primer poemario porque, como esas flores, yo también he dejado pedacitos de mí en el camino. Cada poema de este libro es una astromelia. Cada uno guarda un trozo de memoria, de ternura, de rabia, de deseo, de caída, de reencuentro. La astromelia es también una flor de mercado, sencilla pero poderosa, que ha acompañado la creación de estos textos escritos entre mudanzas emocionales y reconfiguraciones personales. Escribirlos fue medicina”.
Se trata de un libro en el que la autora nos regala ‘pedacitos’ de su ser salpicados en cada poema. Mientras bebo una copa de vino tinto voy descubriendo que son poemas íntimos que nos llevan a las profundidades del alma de quien los escribió. Leer cada verso es también descubrir la armonía, la melodía y el ritmo de una creación que encajan con precisión uno tras otro. Un poeta debe ser, por antonomasia o en su defecto, sumamente sensible. Percibe el olor del sol, distingue los colores del aire, saborea el dulce del amor.
En resumen: entiende la vida muy distinta a la que el resto del mundo.
‘Mi amor no es cobarde. / Lo cobarde se oculta, / guarda silencio, / el mío grita, lucha, se estrella con la muralla, / casi perece, pero golpeado, continúa. / Un amor cobarde no teje una historia, / un relato que trascienda, / una trama que narrar. / Tengo intentos fallidos de amar, / me arrebato como velero en tormenta, / intento amarte, sin haberme amado, / amarte sin terruño, amarte con tibieza. / Porque mi amor es proclive al llanto, / pero también es resuelto, es guerrero, / mi amor confía, se entrega, / mi amor no entiende de barreras, / mi amor encuentra la salida y se queda. / Mi amor soy yo’.
El libro -debut de Chío Espinoza- tiene un plus, pues ha sido ilustrado por el talentoso artista norteño Javier Ramos Cucho. En general he disfrutado cada página. Aproveché mi feriado por el Combate de Angamos para devorarme el poemario. Y ha sido, sin duda, un gran descubrimiento. Apago el televisor.
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