Este Búho lee que la adaptación de ‘Cien años de soledad’, del colombiano Gabriel García Márquez, se ubica entre las diez series de habla no inglesa más vistas en la plataforma de Netflix. Hay comentarios de todo tipo. La producción, dirigida por la colombiana Laura Mora y el argentino Alex García López, se estrenó hace dos semanas en 190 países.
La mayoría de los críticos coincide que la versión de streaming es respetuosa con la creación original y logra una puesta en escena justa, a la altura del libro. Se conoce que la familia de García Márquez puso como requisitos que la serie se filmara en Colombia.
Este columnista pronto dará su opinión de la producción, aunque siempre pensé que una monumental obra literaria sería casi imposible de llevar rigurosamente a las pantallas sin que te quede un mal sabor. Es que el colombiano ingresó al Olimpo de las letras con su extraordinaria novela. Hay un antes y un después luego de la publicación, casi por accidente, de esta ‘joya’ por la Editorial Sudamericana, de Argentina.
Digo por accidente, pues cuenta la leyenda que ‘Gabo’, un destacado cronista del diario barranquillero El Heraldo y luego corresponsal en Nueva York de la agencia cubana Prensa Latina, se había trasladado a México ya casado y con dos hijitos, con la esperanza de convertirse en un escritor a tiempo completo.
El boom de la literatura latinoamericana, impulsado en gran parte por la editorial Seix Barral, estaba en su apogeo. Mario Vargas Llosa y el argentino Julio Cortázar, desde hace más de un lustro, habían sorprendido al mundo con ‘La ciudad y los perros’ (1962) y ‘Rayuela’ (1963), y ‘Gabo’ se estaba quedando. Había publicado su primer libro, ‘La hojarasca’, y no pasó nada. Incluso, un crítico le espetó: ‘Usted nunca será escritor’.
Apostó todas sus fichas a ‘Cien años de soledad’ y se la mandó al artífice del boom, Carlos Barral, quien increíblemente la rechazó, algo de lo que se arrepentiría toda su vida.
Decepcionado, o más bien desesperado, no solo porque fuera publicada, sino para que le extendieran un cheque de adelanto y su familia pudiera sobrevivir en México, la envió a una editorial lejana a las grandes e influyentes editoriales españolas: Editorial Sudamericana.
Las vidas de Gabriel y su esposa, la barranquillera Mercedes Barcha, junto con las de sus dos hijos, en el DF mexicano, eran de una estrechez absoluta, a diferencia de muchos escritores. Cuando alcanzó la fama nunca se separó de su primera mujer. Fue ella quien lo apoyó cuando renunció a ser corresponsal de la agencia cubana y aceptó vivir en México y mantener con su trabajo a su familia, mientras su esposo se dedicaba a escribir mañana, tarde y noche.
Siempre recordó que comenzó a teclear el inicio después de un paseo a Acapulco, en abril de 1965, y le puso fin en setiembre de 1966. Todo ese tiempo, quien traía el dinero para mantener el hogar era Mercedes.
De ese largo año y medio que duró la creación de su obra, en esa diminuta habitación a la que denominaría ‘La cueva de la mafia’, el colombiano rememoró: ‘No gané un peso y no supe cómo se las arregló Mercedes para que no faltara la comida cada día. Lo cierto es que en los últimos balbuceos de la novela debimos empeñar el secador, el calentador, la batidora y las últimas máquinas que nos quedaban’.
Pero esa no es la única historia de tipo ‘realismo mágico’ que está detrás de la novela. Después de mecanografiar ‘en bruto’ su novela, ‘Gabo’ contrató a una joven mecanógrafa que había trabajado con los más renombrados poetas, novelistas y guionistas mexicanos, ‘sobre todo por su gran discreción’. Ella se llamaba Esperanza Araiza y le decían ‘La Pera’. El asunto es que ella llevaba los originales limpios y corregidos a casa del escritor.
La futura joya literaria aterrizó en el espeso barro
Una tarde marcada por una lluvia a cántaros en todo el DF, al bajar del ‘camión’ (el ómnibus para los mexicanos), la muchacha resbala en un charco y cien hojas con la futura joya literaria aterrizan en el espeso barro. Los gritos de la muchacha alertan a los pasajeros, que se compadecen de ella, pensando que sería una maestra recogiendo los exámenes finales de sus alumnitos.
Compadecidos, todos contribuyeron a recoger las páginas, sin saber que serían cómplices en el proceso de construcción de una novela que se traduciría en un futuro a más de cuarenta idiomas. ‘La Pera’, con decenas de hojas mojadas, no se amilanó. Parecía saber que de su ingenio dependía que esos papeles casi desechos llevaran a su amigo colombiano al lugar más privilegiado del universo literario.
Llegó a su casa y puso las hojas mojadas en una mesa y las secó con una plancha bien caliente. Posteriormente, Mercedes colocó las hojas del original en dos paquetes. Cuando llegó al correo no le alcanzó el dinero para mandar ambos, así que decidió enviar solo uno, para que el editor de Sudamericana, Francisco Porrúa, lo leyera. Pero con la desesperación envió la parte final de la novela y no el inicio.
Lloró a mares al comprobar su error, sin saber que Porrúa había escuchado del propio ‘Gabo’, por teléfono, las primeras páginas de la obra y había decidido sí o sí publicarla.
Ha sido catalogada como una de las mejores novelas de toda la historia. No me queda más que volver a leer las primeras líneas de ‘Cien años de soledad’: ‘Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar esa tarde remota en la que su padre lo llevó a conocer el hielo’. Inolvidable. Apago el televisor.
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