Este Búho considera al poeta Francisco Bendezú (Lima, 1928-2004) como el que le dedicó sus mejores versos a la imagen de la mujer, a amores reales o imaginarios. Murió un 16 de febrero hace 16 años. Pero seguramente le hubiese gustado expirar dos días antes, el 14 de febrero, ‘Día del amor’. De ese que le prodigaba a ‘sus novias’ como las divas del cine Marilyn Monroe o Sofía Loren. Inmortalizados en poemas o crónicas que fueron publicadas en el inolvidable suplemento cultural ‘El caballo rojo’, que dirigía el poeta Antonio Cisneros. Insigne integrante de la llamada ‘Generación del cincuenta’ del siglo pasado, Paco fue también, pese a su vena apasionada por sus homenajes a las féminas, un poeta comprometido con ‘lo social’, como Gustavo Valcárcel o Manuel Scorza. Por ello, la dictadura de Odría lo deportó a México y Chile. Pero siempre prefirió el verso a la amada, como escribiera en su poema más celebrado ‘Twilight’: ‘¡No me digas que te quise! Te quiero/ Te debía este lamento, y aunque un grito/ mi sangre apenas sea/ también te lo debía, un solo interminable/ el de un corazón en las tinieblas’.
La primera vez que escuché hablar de Bendezú fue en el Patio de Letras de San Marcos, donde mis amigas, las guapas poetas Tatiana Berger y Patricia Alva, llevaban con el poeta el apasionante curso de Literatura Francesa. Por ese tiempo cayó en mis manos su monumental libro de poesía ‘Los años’ (1961), aquella recopilación de sus poemas desde 1946 a 1960. Nos preguntábamos si era cierto que estaba locamente enamorado de Marilyn Monroe. Lo cierto es que de joven, en los años cincuenta en San Marcos, conoció a una guapa e inquieta Blanca Varela, a quien presentó sus primeros poemas. Ella se entusiasmaría con los versos de ese gigantón con pinta de achorado de barrio, que caminaba solo por La Casona de San Marcos plagada de blanquiñosos. La poetisa envió esos escritos a Emilio Adolfo Westphalen, 17 años mayor que ‘Paco’, quien, impresionado, publicó tres poemas en la revista que dirigía, ‘Las Moradas’, que tuvieron gran repercusión.
‘En esa época, a través de Blanca -rememoraba Bendezú-, hice amistad con Sebastián Salazar Bondy y los jóvenes poetas Javier Sologuren y Jorge Eduardo Eielson. Nos reuníamos en casa de Blanca hasta la madrugada, discutíamos de literatura, leíamos lo que escribíamos y dábamos largas caminatas’.
Pude conocer a Paco de la mano de otro inmenso poeta, Rodolfo Hinostroza, quien me dijo: ‘vas a conocer a un gran poeta, pero no te asustes de su irredimible facha de gángster mexicano, de la cara ancha, bigotitos bien perfilados y un físico más bien de estibador. Pese a su engañoso aspecto, es el tipo más delicado del mundo, el más sensible, el más refinado’. Francisco se definía a sí mismo como perteneciente ‘a esa extraña fauna de los enamorados del amor’.
‘Twilight’, tal vez el mejor poema de toda su producción, estuvo -como confesó- dedicado a Mercedes, el amor de su vida, una hija de españoles exiliados en Chile, como él. Era una belleza de quince años a la que amó cuando él tenía 22: ‘Yo soy el granizo /que entra aullando /por tu pecho desquiciado. /Soy tu boca. /Yo atesoré a ras del sueño, /debajo de las horas /el latido de tus pasos por el polvo de Santiago /y tu densa fragancia de magnolia, /y tu lenta cabellera /con perfil de éxtasis o algas /y el ardor fulmíneo de tus ojos, que de noche (...) ¿Qué tumbos socavaron las torres más altas de mi vida? /No habrá nunca /hilo más puro/ que tu larga mirada...’. “Ese poema surgió a raíz de una carta de ella, en la que me decía ‘Tengo muchas cosas que contarte: Me he casado”. “Ya te imaginarás -le contó Paco a Peter Elmore- lo que sucedió. Me pegué una borrachera memorable y en la resaca surgió ‘Twilight’”.
Como muchos poetas célebres, murió en la pobreza, sin casa propia y solo. Días antes de su muerte, en enero del 2004, el entonces jovencito periodista Jerónimo Pimentel lo visitó y escribió en Caretas un estremecedor artículo sobre el estado de abandono en que se encontraba: ‘... Paco Bendezú está muriendo. A nadie le importa. Su voz trastabilla como el único foco que lo ilumina en una casa desierta (...) tiene gota, tuvo también una trombosis y aunque no lo dice, tiene cáncer generalizado. El médico de Neoplásicas le dijo que no valía la pena intervenirlo. De algo se tiene que morir uno, fue su sentencia’.
Así, en esas deplorables condiciones, se fue de este mundo el dos veces ganador del Premio Nacional de Poesía (1957 y 1966), castigado por la indiferencia y el olvido de un país al que amó y engrandeció con su arte.
Apago el televisor.