Este Búho se sorprende al leer nuevamente la breve pero inmensa novela de Martín Adán, ‘La casa de cartón’. Y compruebo que en este 2018, cumple cien años de su publicación. En el siglo pasado, en 1918, un joven Rafael de la Fuente Benavides, con uniforme escolar, se presentó en las oficinas de la revista ‘Amauta’, esa legendaria publicación donde escribían las mentes más lúcidas del país. El joven de apellido aristocrático vivía en Barranco, en una gran casona. Fue precisamente ‘Amauta’ quien impulsa al joven a publicar sus escritos. Por eso, el colofón de la primera edición de la novela lo escribe Mariátegui. ‘De la publicación de este libro soy un poco responsable. Pero como todas mis responsabilidades, acepto y asumo esta sin reservas (...). Martín Adán no es propiamente un vanguardista, no es revolucionario, no es indigenista. Es un personaje inventado por él mismo, de cuyo nacimiento he dado fe, pero de cuya existencia no tenemos todavía más pruebas que sus escritos’. No se equivocó el autor de ‘Los siete ensayos’. Martín Adán estaba destinado a ser una de las voces con mayor trascendencia en la poesía hispanoamericana. Su vida sería un estigma, pues había varios ‘Martín Adán’ deambulando por el país. Allí tenemos al beodo de bares insomnes del Centro de Lima, el inquilino del hospital psiquiátrico ‘Larco Herrera’, el egresado de la universidad, el integrante de la Academia de la Lengua, el anciano que terminó sus días en el asilo de Canevaro y murió en un hospital de beneficencia como el Loayza. Pero esa es otra historia. Nadie sabía, o tal vez Mariátegui lo intuía, que ese muchachito de veinte años con esa novela estaría a la vanguardia, muy influenciado por Marcel Proust y James Joyce. Porque la novela podrá ser corta, pero es de una complejidad inusual, como un rompecabezas impresionista. Es una historia de personajes con frases que te dejan pensativo. Desfilan el Barranco añorado y bucólico, el malecón, unos puentecitos, un muchacho socialista desencantado que se vuelve conservador, trabajadores resentidos, un criollón que extraña el pasado y deambula. La literatura peruana no sería igual después de ‘La casa de cartón’, ni tampoco el mismo Martín Adán.
Cuando sus padres se separaron, Adán se fue a vivir a la casa de su tía Tarcila, en Barranco. Esta regía con carácter de militar y reprimió al muchacho; este hecho y la prematura muerte de su hermano marcaron al joven escritor, que se dedicó al alcohol. Gracias a su amistad con el presidente democrático José Luis Bustamante y Rivero, es convocado a Palacio de Gobierno, donde el jefe de Estado le ofrece un trabajo como redactor de sus discursos: ‘Puedes vivir en Palacio y ganar el sueldo que quieras’. Pero el poeta rechazó el trabajo. “Yo vivo de y para la literatura”, precisó y regresó a vivir al centro de la avenida Del Ejército. De ahí se escapaba para irse a tomar a los bares como ‘El Cordano’ o ‘El ‘Chinochino’. El escritor Gregorio Martínez contó una sabrosa anécdota: ‘Estábamos en el bar Palermo, con Juan Ojeda y Cesáreo ‘Chacho’ Martínez, y en una mesa se encontraba solo, como siempre, Martín Adán, con una botella de cerveza a medio llenar. Tenía una mirada de espantapájaros, la gente solo lo miraba y nadie se atrevía a acercarse porque era legendario su mal humor y odiaba a sus admiradores. Contaba el zambo ‘Goyo’ que Martín estaba feliz tomando con los jóvenes aquella noche de 1968. Incluso, habló de política y criticó al entonces presidente Fernando Belaunde: ‘A ese perendengue yo le dije Fernandito, en el manicomio se vive con más seguridad que en Palacio y también se puede discursear’. Y a los cinco meses lo sacaron en pijama de Palacio’. De acuerdo a lo contado por el autor de ‘Canto de sirena’, tomaron hasta que cerraron el Palermo, a las cuatro de la mañana y de ahí se fueron al ‘Chinochino’ donde les dio el día. Según Goyo, chuparon desde el martes hasta el jueves, cuando el poeta se despidió de los jóvenes diciendo: ‘Me voy a tomar mi avena con chancay con mantequilla al Larco Herrera. Ya ha principiado el invierno en Barranco; raro invierno, lelo y frágil, que parece que va a hendirse en el cielo y dejar asomar una puerta de verano. Nieblecita del pequeño invierno, cosa del alma, soplos del mar, garúas de viaje en bote de un muelle a otro; aleteo sonoro de beatas retardadas, opaco rumor de misas, invierno recién entrado. Ahora hay que ir al colegio con frío en las manos. El desayuno es una bola caliente en el estómago y una dureza de silla de comedor en las posaderas, y unas ganas solemnes de no ir al colegio en todo el cuerpo’. Así empieza ‘La casa de cartón’. El maestro tenía dieciséis años cuando comenzó a escribirla. Apago el televisor.
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