Este Búho siempre pensará que no se puede hacer nada contra el destino. Pienso esto porque el gran escritor había planificado con mucho cuidado lo que iban a significar sus 81 años de vida. El primer cumpleaños que iba a celebrar en su flamante condición de divorciado, pero sobre todo, con su novia, la socialité Isabel Preysler, la mamá de Enrique Iglesias, a quien iba a llevar a conocer la tierra que lo vio nacer, Arequipa, así como la milenaria ciudadela de Machu Picchu. Pero nunca imaginó el nobel que un fenómeno natural en el país iba a ensombrecer su viaje. La tragedia de Piura lo conmovió de tal manera que escribió en su columna para el diario español El País -que se reproduce en un centenar de naciones del mundo entero- sobre ‘El Niño Costero’ y se refirió concretamente a Piura. Una ciudad que lo acogió de niño, cuando su abuelo Pedro Llosa fue nombrado prefecto del departamento por el gobierno democrático de José Luis Bustamente y Rivero. Y como era su costumbre, el abuelo se llevaba a toda su familia, principalmente a su hija Dora, ‘Dorita’, la sufrida madre de Mario, a la que su marido abandonó a los pocos meses de nacer su primogénito. Sus protectores abuelos y tíos le habían contado a Marito que su padre, un marino, había ‘muerto’ en cumplimiento de su deber. El niño confesó que vivía feliz sin papá, pues tenía varios: su abuelo y sus tíos, hermanos de su madre.

Es en Piura donde Mario empieza a escribir en el colegio nacional San Miguel. Fue en Piura también cuando su madre le reveló un secreto que trastocaría su existencia. Allí, Dorita no solo le dijo que su padre no había muerto, sino que con engaños lo llevó para que lo viera por primera vez. El novelista nunca manifestó este episodio de su vida hasta que publicó su libro de memorias ‘El pez en el agua’ (1993). Dejemos que el propio escritor nos relate ese episodio: “Dando brincos de felicidad, creyendo y no creyendo lo que acababa de oír, apenas escuché a mi madre, mientras íbamos hacia el Hotel de Turistas, repetirme que si encontrábamos a los abuelos, a la Mamaé, al tío Lucho o a la tía Olga, no debía decir una palabra sobre lo que acababa de revelarme. En mi agitación, no se me pasaba por la cabeza preguntarle por qué tenía que ser un secreto que mi papá estuviera vivo y hubiera venido a Piura y que dentro de unos minutos yo fuera a conocerlo. ¿Cómo sería? Entramos al hotel y, apenas cruzamos el umbral de una salita que se hallaba a la mano izquierda, se levantó y vino hacia nosotros un hombre vestido con un terno beige y una corbata verde con motas blancas. «¿Este es mi hijo?», le oí decir. Se inclinó, me abrazó y me besó. Yo estaba desconcertado y no sabía qué hacer. Tenía una sonrisa falsa, congelada en la cara. Mi desconcierto se debía a lo distinto que era este papá de carne y hueso, con canas en las sienes y el cabello tan ralo, del apuesto joven uniformado de marino del retrato que adornaba mi velador. Tenía como el sentimiento de una estafa: este papá no se parecía al que yo creía muerto. Pero no tuve tiempo de pensar en esto, pues ese señor estaba diciendo que fuéramos a dar una vuelta en el auto, a pasear por Piura. Le hablaba a mi mamá con una familiaridad que me hacía mal efecto y me daba un poquito de celos. Salimos a la plaza de Armas, ardiendo de sol y de gente (...) y subimos a un Ford azul, él y mi madre adelante y yo atrás (...). Dimos unas vueltas por el centro y de pronto ese señor, que era mi papá, dijo que fuéramos a ver el campo, a las afueras, que por qué no llegábamos hasta el kilómetro cincuenta, donde había esa ranchería para tomar refrescos. Yo conocía muy bien aquel hito de la carretera. Era una vieja costumbre escoltar hasta allí a los viajeros que partían a Lima. Con mis abuelitos y los tíos Lucho y Olga lo habíamos hecho, en Fiestas Patrias (...). Cada vez que salíamos de paseo o a despedir a alguien por esa carretera, yo dejaba volar mi fantasía mientras desfilaba por la ventanilla ese paisaje candente y despoblado...”. (Capítulo: Ese señor que era mi padre). El pequeño Mario no se equivocó. ‘Ese señor que era mi padre’ le haría la vida imposible en Lima y combatió con malas artes las inclinaciones literarias del adolescente. Al encontrar la férrea voluntad del muchacho, lo metió de interno al Colegio Militar Leoncio Prado. Si hubiese sabido que su estancia en ese colegio le iba a servir de insumo para crear una novela que abriría las puertas de los escritores latinoamericanos al ‘boom’ literario que sacudió Europa, nunca lo hubiera puesto allí. Pero esa es otra historia. Apago el televisor.

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