Este Búho escuchó ayer al presidente Martín Vizcarra precisar que a partir de noviembre se abrirán las fronteras terrestres de manera gradual y me llené de emoción y nostalgia. Es que cada viaje es también descubrirse uno mismo, conocerse un poco más. Cada viaje nos cambia porque nos enfrenta a decisiones inesperadas, ante rumbos inciertos. Como estamos viviendo el estrés de la pandemia, la ciudad donde vivimos nos agobia. Ingreso al túnel del tiempo.
Hace unos meses, antes de esta maldita pandemia, pude viajar al corazón de la selva peruana, casi en la frontera de los departamentos de San Martín y Loreto. Un viaje en avión hasta Tarapoto, tres horas en auto hasta Yurimaguas y seis horas en lancha hasta un pueblito llamado ‘Libertad’. Un lugar con menos de 100 habitantes, en donde las casas se levantan con troncos secos y los techos se cubren con hojas de plátano. Es curioso que en este pueblito, en donde apenas hay energía eléctrica gracias a paneles solares, sus habitantes sean los más hospitalarios que haya conocido en toda mi vida de viajero.
Dan sin esperar nada a cambio, su generosidad es sobrecogedora y ofrecen lo poco que tienen a mano abierta. Aquella tarde que llegué con una mancha de ingenieros y abogados, pues se venía ejecutando un importante proceso de titulación de sus tierras para darles seguridad jurídica, los habitantes de ‘Libertad’ realizaron una danza regional y prepararon un delicioso guiso de paiche recién cazado, acompañado de plátano verde sancochado y un refrescante masato al estilo ancestral: fermentado con saliva humana. El vínculo entre los nativos y la naturaleza está muy arraigado y es un lazo inquebrantable que cualquier extraño –como nosotros- percibe al instante. Desde el río en donde pescan, hasta el monte en donde cultivan, tienen un valor no solo económico, sino espiritual, que ellos respetan y protegen con su propia vida.
Aquí recordé un pasaje del libro ‘El Hablador’, de Mario Vargas Llosa: “Ellos tienen un conocimiento profundo y sutil de las cosas que nosotros hemos olvidado. La relación del hombre y la naturaleza, por ejemplo. El hombre y el árbol, el hombre y el pájaro, el hombre y el río, el hombre y la tierra, el hombre y el cielo. El hombre y Dios, también. Esa armonía que existe entre ellos y esas cosas nosotros ni sabemos lo que es, pues la hemos roto para siempre”.
Fue una semana que no olvidaré nunca, en la que disfruté los chapuzones en el río Huallaga, mientras nos escoltaban inocentes delfines rosados, enfrentando a víboras como el jergón, atravesando pantanos infestados de lagartos y árboles copados de monos choros y aulladores. Por las noches, el concierto de avecillas y las estrellas como escarcha en el cielo, el viento soporífero y el cañazo con miel de don Coki, que a uno lo mandaba a dormir a su carpa como un bebé de tres meses. Caminar el Perú no debería ser una opción, sino una obligación. Descubrir esa interminable vegetación cargada de seres salvajes tal vez nos haría pensar un poco más sobre las catastróficas consecuencias de la contaminación ambiental. Conocer ese Perú ‘profundo’ y a sus habitantes tal vez nos haría respetarlos y admirarlos con más empeño. Apago el televisor