Este Búho le deseó ¡feliz un año menos!, como celebra Charly García, a nuestro insigne escritor Mario Vargas Llosa, que ayer cumplió 87 años. A diferencia del año pasado, que lo pasó en España sin su familia, solo con su novia Isabel Preysler, esta vez estuvo almorzando frente al mar, con su exesposa Patricia Llosa, sus tres hijos y nietos.
Su hijo Álvaro posteó una foto suya con gorro, muy sencillo, lejos de la obligada elegancia que le imponía estar con la socialité filipina, que le ponía mayordomo para vestirlo. Para este columnista no pasó desapercibida otra fecha muy especial para el novelista arequipeño. Se cumplieron también treinta años de la publicación de su desgarrador libro de memorias ‘El pez en el agua’ (1993). Aquí unos extractos de una de sus obras imprescindibles.
ESE SEÑOR QUE ERA MI PADRE: Mario siempre odió a su papá por las agresiones que le hizo vivir desde niño a él y a su madre. Se llamaba Ernesto Vargas Maldonado, un operador de radio de la compañía aérea Panagra, a quien describió como un hombre resentido con la familia de su madre Dora, los Llosa, de raigambre arequipeña. Después de casarse, abandonó a su esposa en Arequipa embarazada de Mario, con el cuento de que se iba por trabajo a Bolivia, y nunca más regresó ni se dejó ver.
Mario creció con la familia de sus abuelos maternos, quienes le contaron que su padre había sido un valiente marino que murió en cumplimiento de su deber. Esa mentira se hizo trizas cuando Dora, su mamá, siendo Mario un niño, lo llevó al Hotel de Turistas de Piura, donde ellos vivían, para presentarle ¡a su padre! Este traumático episodio en su vida, que lo marcaría para siempre, lo inmortalizó en el primer capítulo de sus memorias:
‘Tú ya lo sabes, por supuesto -dijo mi mamá sin que le temblara la voz-, ¿no es cierto?’ -¿Qué cosa? -Que tu papá no estaba muerto, ¿no es cierto? -Por supuesto, por supuesto. Pero no lo sabía, ni remotamente lo sospechaba, y fue como si el mundo se me paralizara de sorpresa. ¿Mi papá, vivo? ¿Y dónde había estado todo el tiempo que lo creí muerto? Era una larga historia hasta que ese día -el más importante de todos los que había vivido hasta entonces y, acaso, de los que viviría después- me había sido cuidadosamente ocultada por mi madre, mis abuelos, mis tíos y tías diciéndome que era un héroe de guerra (...).
Historia truculenta y vulgar, que -lo fui descubriendo después (...) había avergonzado a mi familia materna (mi única familia, en verdad) y destruido la familia de mi madre cuando era todavía poco más que una adolescente (...) Cruzamos el umbral de una salita que se hallaba a la mano izquierda, se levantó y vino hacia nosotros un hombre con terno beige y una corbata verde con motas blancas. ‘¿Este es mi hijo?’, le oí decir. Se inclinó y me abrazó. Yo estaba desconcertado (...), tenía una sonrisa falsa, congelada en la cara’. Ahora el héroe había resucitado y se confabulaba con su madre para engañarlo. ‘Vamos a tomar helados’, le dijeron, pero el auto se fue por la desértica Panamericana Norte hasta Lima.
Ya como escritor consagrado, se vengaría del hombre que cada vez que le encontraba un poema le decía ‘mariquita’, y para ‘corregirlo’ lo internó en el colegio militar.
BORRACHERAS EN ‘LA CRÓNICA’: No había cumplido los dieciséis años y entró a practicar al diario popular ‘La Crónica’, donde se sumerge en un mundo desconocido y apasionante desde su puesto de redactor de policiales. Conoce la Lima real, maleada, prostibularia, la cerveza, los cabarés, la bohemia con amigos periodistas con el alma de poetas, quienes le presentaron a escritores que hasta esos momentos no conocía: Sartre, Malraux, la poesía de Eguren.
Solo con algunos maquillajes, esos meses tumultuosos los reflejó en su monumental novela ‘Conversación en La Catedral’ (1969).
‘Los tres meses que trabajé en ‘La Crónica’, entre el cuarto y el último año de secundaria, provocarían grandes trastornos en mi destino. Allí aprendí, en efecto, lo que era el periodismo, conocí una Lima que era ignota hasta entonces para mí, y por primera y última vez, hice vida bohemia (...). Los lugares que más frecuentábamos eran unos barcitos de chinos en la Colmena y alrededores, viejísimos, humosos y hediondos lugares atestados, que permanecían abiertos toda la noche (...) conversábamos, fumábamos, ellos contaban sus aventuras periodísticas y yo los escuchaba, sintiéndome muy por encima de mis dieciséis años todavía por cumplir.
Carlos Ney Barrionuevo fue mi director literario en esos meses (...), él me descubrió la existencia de Martín Adán (...), hablar de libros, de autores, de poesía, en los cuchitriles inmundos del Centro de Lima o en los bulliciosos y promiscuos burdeles, era exaltante (...) Una tarde, al entrar a ‘La Crónica’, el señor Aguirre Morales me comentó con amabilidad: ‘¡Qué lástima que nos deje usted, mi buen amigo, lo vamos a extrañar, ya lo sentíamos de la familia!’. Así me entere de que mi padre me acababa de renunciar...’. Una vida de novela la de nuestro compatriota universal. Apago el televisor.