Este Búho escribió hace algunas semanas una columna sobre el extraordinario artista Jorge Eduardo Eielson. Me sumergí en una vorágine de lecturas, de conversaciones con privilegiados que lo habían conocido e hice un mea culpa por no haberlo leído y no haber apreciado su arte, muchos años antes. Tanta fue la expectativa de mis lectores, que me vi obligado a escribir otra al domingo siguiente. Pero de todo lo que investigué sobre el maestro, algo me quedó muy claro. Para él, sus ‘años maravillosos’ los pasó en la Casona de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en el Parque Universitario, a finales de los años cincuenta del siglo pasado. Este columnista también fue sanmarquino y también tuvo entrañables amigos, ahora intelectuales. aunque estudié en la Ciudad Universitaria, en el límite de Lima y Callao. Aquellos jóvenes hicieron historia: Jorge Eduardo Eielson, Javier Sologuren, Carlos Germán Belli, la eterna Blanca Varela y su novio, el extraordinario pintor Fernando de Szyszlo. Para graficar a este grupo entrañable, solo una anécdota: Cuando tenía veintiún años, Eielson recibió una llamada de los organizadores del Premio Nacional de Poesía. ‘Joven, lo felicitamos. Usted es el ganador por su poemario ‘Reinos’’. El artista se quedó lelo. Efectivamente, el poemario lo había escrito él, sin duda. Pero él no lo había enviado a ningún concurso, pues no quería mostrar sus escritos a extraños. Preocupado fue a la casa de Fernando y Blanca, que al enterarse le propusieron celebrar. Jorge se fue más confundido aún. En la noche llegaron otra vez Fernando y Blanca con Javier Sologuren y Carlos Germán Belli, con champán. Cuando ya pensaba ir al psicólogo, su ‘carnal’ Javier Sologuren le dijo. ‘No te angusties, no estás perdiendo la memoria. Era un crimen que ese poemario no concursara. Yo lo envié por ti’. Pero Sologuren también tenía un gran talento, como lo demuestran las siguientes líneas: “Soy un cuerpo que huye, sombra que madura/ con un murmullo de hojas en tu mirada/ igual al mediodía cruel y esplendoroso;/ mar, ala perdida, párpados de nieve,/ casto sonámbulo entre materias corrompidas,/ ola sedosa en que tristemente espejeo. / Toda palabra es mía cuando estoy a la orilla/ de tus ojos, mar, todo silencio es mío./ Extraño huésped que me dejas turbado,/ instante en que habito solo lentamente,/ dichoso, melancólico, desierto, penetrante”.
Se movían inquietos. Eran jóvenes guapos pero nadie como Blanca, provinciana de un puerto recóndito llamado Supe. No solo gozaba de inusual belleza y escribía poesía que no le enseñaba a nadie, ni siquiera a su novio Fernando. También cantaba como los dioses porque era hija de una gran criolla llamada Serafina Quinteros. Por eso incluyo en este coctel de artistas una joya de la recordada poetisa: ‘En esta costa soy el que despierta/ entre el follaje de alas pardas,/ el que ocupa esa rama vacía,/ el que quiere ver la noche./ Aquí en la costa tengo raíces, manos imperfectas,/ un lecho ardiente en donde lloro a solas’. En el 2016, y con todo merecimiento, Carlos Germán recibió el Premio Nacional de Cultura. En su juventud destacaba por ser pintón, brillante y leal, pero sobre todo un poeta total: ‘Nuestro amor no está en nuestros respectivos/ y castos genitales, nuestro amor/ tampoco en nuestra boca, ni en las manos:/ todo nuestro amor guárdase con pálpito/ bajo la sangre pura de los ojos./ Mi amor, tu amor esperan que la muerte/ se robe los huesos, el diente y la uña,/ esperan que en el valle solamente/ tus ojos y mis ojos queden juntos,/ mirándose ya fuera de sus órbitas,/ más bien como dos astros, como uno’. El quinto integrante de este grupo era el gran artista plástico Fernando de Szyszlo. Pero él no era sanmarquino, estudiaba en la Universidad Católica. Se casaron y viajaron a París... pero la historia de Szyszlo la contaré en otra columna. Apago el televisor.
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