Este Búho asistió al escándalo de las declaraciones racistas de una argentina, quien nos llamó ‘indios marginales’, entre otros adjetivos. Indignante, pero no más que el racismo que los propios peruanos ejercen hacia otros peruanos. Eso no es descubrir la pólvora, porque somos una sociedad hipócrita. Pero hubo un intelectual, un maestro, que pudo resumir nuestra catástrofe: la de ser un país dividido. Y ese no fue otro que el gran José María Arguedas.
El escritor, nacido en 1911, en Andahuaylas, Apurímac, fue incomprendido hasta por las élites. José María Arguedas perdió a su madre cuando solo tenía tres años y ese lamentable suceso marcaría su vida para siempre. Su padre era un abogado itinerante, que lo llevaba por la sierra mientras litigaba, pero se casó con una terrateniente y lo dejó al cuidado de esta en su hacienda.
“Yo pasé todo el tiempo con la servidumbre indígena, porque mi madrastra tenía hijos a los cuales prefería mucho. Y entre estos, uno era el verdadero amo del pueblo. Era un típico gamonal, de los que no existen ahora, sino en muy pocos lugares del país(…). En fin, era un pequeño señor absoluto. Y a mí me trataba muy mal…”, recordaba José María Arguedas. “Yo fui un verdadero protegido de los indios, como estaba tan maltratado como ellos, a pesar de que era hijo de un señor(…). Yo tendría entre cinco y nueve años. Dormía en la cocina, sobre una batea muy grande que servía para amasar pan, sobre unos pellejos”. Esas experiencias le hicieron adquirir la visión indígena del mundo, que lo marcaron a fuego y sirvieron para que escribiera ‘Agua’ (1935), ‘Yawar Fiesta’ (1941), ‘Los ríos profundos’ (1958), ‘El sexto’ (1961), ‘Todas las sangres’ (1964) y su novela póstuma ‘El zorro de arriba y el zorro de abajo’.
José María Arguedas logró ser admirado por una generación rica en intelectuales, entre los que se encontraba Mario Vargas Llosa. “Entre mis autores favoritos, esos que uno lee y relee, y llegan a constituir una familia espiritual, casi no figuran peruanos... con una excepción: José María Arguedas… Es el único con el que he llegado a tener una relación entrañable como la que tengo con Flaubert o Faulkner, o la que tuve de joven con Sartre”, escribió el autor de ‘Los cachorros’.
A mediados de 1960, Arguedas se había separado de Cecilia Bustamante y casado con una joven chilena de familia acomodada, Sybila Arredondo, pero ni la juventud e ímpetus de la sureña podían mitigar sus conflictos existenciales. Reconocía que se sentía cansado, impotente ante los raudos cambios en el mundo andino y, sobre todo, en algunos lugares, donde se fusionaban la tradicional visión indígena con el vertiginoso ritmo de la gran ciudad. Por eso, a finales de los sesenta, se fue a vivir a Chimbote, en pleno ‘boom’ de la pesca, para estudiar el impacto que causaba la gran migración de las alturas campesinas a la costa y su inserción en la economía capitalista. ¿El resultado? Un libro impactante, clásico, desgarrador: ‘El zorro de arriba y el zorro de abajo’ (1971). Una novela que recoge parte de sus diarios íntimos. Allí cuenta que tuvo un intento de suicidio, en 1966, en el pueblito de Obrajillo, en Canta. Escribe que, lamentablemente, tanto la rama del árbol como la cuerda no resistieron su peso. Ese libro no lo concluyó, porque el 28 de noviembre de 1969, cuando tenía 58 años, se disparó en la sien en su salón de clases de la Universidad Nacional Agraria. Sus motivos los expuso en dos cartas: Una dirigida a su esposa chilena y otra a sus alumnos y al rector. ‘Me retiro ahora porque siento, he comprobado, que ya no tengo energía e iluminación para seguir trabajando, es decir, para justificar la vida’, confesó a sus estudiantes en la misiva. Mario Vargas Llosa sostiene lo siguiente, con respecto a su novela inconclusa y a su posterior suicidio: “Arguedas vivía un infierno interior. Su novela pintaba un mundo infernal”. (La utopía arcaica, pag. 299). Escribiendo esta columna recordé cuando estaba en el colegio y llegó a mis manos un ejemplar de ‘Los ríos profundos’. Esta novela autobiográfica, ambientada en Abancay, me enseñó el otro Perú, el que yo no conocía, el de la sierra, escenario de las injusticias más terribles. Lima era todo mi mundo. Arguedas me abrió los ojos. Gracias a mi amiga Tatiana Berger, estudiante de antropología, fuimos, a inicios de los ochenta, jovencitos y ávidos de saber más del escritor, a un festival de ‘danzantes de tijeras’, en el Campo de Marte. ‘Va a tocar don Máximo Damián, el violinista y fiel acompañante de José María, quien tocó en su entierro’. Al finalizar, después de tomar algunas botellas con el mítico músico, le preguntamos: “Don Máximo, ¿cómo fue el entierro del maestro Arguedas?”. Y él respondió: “Solo sé que tocaba mi violín y lo veía bailar junto a mis danzantes, mientras se despedía y me decía que se iba a descansar, por fin, a una laguna de su querida Andahuaylas”. Que así haya sido. Apago el televisor.
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