Este Búho tiene la mochila lista. Más temprano que tarde tendré que alzarla para recorrer este país devastado por la pandemia. La mejor manera de conocer nuestra patria es caminándola. O navegándola. Uno de mis primeros destinos será Iquitos, sin duda.
Esa ciudad del oriente peruano que tiene ante su balcón al imponente río Amazonas. En donde todas las tardes el Sol cae como chispa de fuego sobre el monte y entonces algo parecido a un incendio desproporcionado abrasa la selva mientras los guacamayos bulleros cruzan el cielo. En donde la gente bromea hasta de las desgracias y recibe al visitante como si se tratara de un familiar que regresa a casa después de muchísimos años: ‘¿Cómo estás, yuyito?’, te dicen. En donde la música llega desde lo inhóspito, lleno de loros, monos e insectos invisibles y también desde los parlantes con Los Wemblers: ‘Linda loretana, porque eres muy buena, tú serás la dueña de mi corazón. Te acaricia el campo, te bañan los ríos y los verdes bosques te brindan su amor’. En donde uno de tanta palometa, juane, tacacho, patarashca, inchicapi y estofado de tortuga termina ‘buchisapa’, siempre con su toque de ajicito de cocona y acompañado de uvachado, masato, chapo o aguajina heladita. En donde se va de un lugar a otro en motocarro o canoa. En donde la lluvia a veces parece presagiar el fin de los tiempos y a uno se le trepa el miedo por los pecados cometidos. En donde también pegó duro y sin compasión el maldito virus, dejando miles de muertos.
Fue en 2014 que realicé uno de los viajes más alucinantes de mi vida. Una travesía a bordo del ‘Henry V’ que no olvidaré nunca. Aún ahora, mientras redacto estas líneas, recuerdo esa brisa fresca golpeando mi rostro al navegar el río Ucayali y cinco días después el río Amazonas para desembarcar en el puerto de Iquitos, una mañana de lluvia torrencial. Allí me esperaba el buen Jair, un jovencito chispeante, inteligente y noble.
Además de llevarme por los rincones poco conocidos de su ciudad, me invitó a pasar unos días en un refugio, en donde junto a su ‘papá’ Gilberto Guerra mantenían y protegían a decenas de monos rescatados de la caza ilegal. ‘La isla de los monos’, ubicada a media hora en lancha desde Iquitos, era y es un orfanato de monitos huérfanos, heridos o abandonados. Muchos llegaban con las colas rotas o amputadas, pequeños recién nacidos arranchados de sus madres, viejitos que luego de ser mascotas se convertían en cargas demandantes para sus dueños. Otros eran recuperados por los policías mientras eran vendidos en el mercado negro. Allí, con la paciencia propia de quien ve a los animales como a hijos, ambos ángeles los alimentaban, los curaban, los rehabilitaban y los liberaban. Sostenían su proyecto gracias a los ingresos que generaba el turismo, pues en aquella isla acondicionaron habitaciones y salas de reuniones en donde visitantes de todas partes del mundo podían quedarse días, semanas o hasta meses cuidando a los primates y también trabajando la tierra. Como todos, con la pandemia tuvieron que hacer un alto a sus actividades. Esto significó un duro golpe, pues además de sostener a la familia humana debieron sostener a la familia ‘peluda’. Hoy han reabierto sus puertas, con los protocolos que las autoridades exigen. Poco a poco van remando para sacar a flote nuevamente esa iniciativa tan generosa y solidaria. Puedo dar fe de que pasar unos días en ‘La isla de los monos’ es una experiencia incomparable. Es la selva en todo su esplendor. Dormir arrullado por esas diminutas vidas salvajes que no se pueden ver y bajo un cielo completamente estrellado es un servicio que no te brinda ni el más lujoso hotel. Nunca había comido un arroz chaufa con cecina y platanito frito tan delicioso como ahí. Es el lugar perfecto para desconectarse de la apabullante y agotadora rutina limeña.
Aquel 2014, frente al río Amazonas, mientras asomaban los delfines rosados y los manatíes, le pregunté a don Gilberto Guerra por qué lo hacía, por qué se había embarcado en la titánica lucha por rescatar monitos, incluso exponiendo su propia vida ante las mafias. Recuerdo que me respondió: ‘No gano nada materialmente, pero en lo espiritual sí. Somos felices cuando salvamos vidas. Cuando los veo jugar felices y libres. Si no somos nosotros, ¿quiénes?’. Y caí en la cuenta de que, además de ser alegres y hospitalarios, los loretanos son personas nobles, solidarias y de corazón enorme. Compatriotas que tras el duro golpe del coronavirus y después de llorar a sus muertos, se van levantando poco a poco, como el pueblo aguerrido que siempre fueron. Digno de admirar y valorar. Sin duda, Iquitos será mi primer destino.
Apago el televisor.