Este Búho rinde homenaje al maestro el ídolo máximo de la salsa, quien se fue al cielo hace 25 años, un aciago 29 de junio de 1993, en un hospital de Nueva York, a los 46 años. ‘Triste, vacío, sin dinero ni amigos’, después de haber tenido mucho dinero, fama y mujeres.

Su vida, desde el principio, estuvo marcada por la tragedia. Tal vez por eso tenía un ‘feeling’ inigualable cuando interpretaba boleros, que le salían del alma. Cuando solo tenía 3 años sufrió la muerte de su madre, Leslie ‘Panchita’ Martínez, aficionada a la música. Fue el primero de los golpes durísimos que le daría la vida y que marcó su existencia.

A los 14 años, junto a diez amigos de su barrio, empezó a cantar y tres años más tarde se fue a Estados Unidos, contra los deseos de su padre, pues el hermano mayor de Héctor había muerto en ese país en un accidente. Llegó a la casa de un familiar en El Bronx, donde fue corista y maraquero de algunas orquestas. Johnny Pacheco, dueño del sello ‘Fania Records’, le presentó a Willie Colón, quien lo jaló a su banda ‘The Bad Boys’ (‘Los Chicos Malos’). Ambos grabaron éxitos como ‘Che che colé’, ‘Todo tiene su final’ y ‘La murga’, más tarde grabó ‘Periódico de ayer’, ‘Mi gente’, ‘El rey de la puntualidad’, ‘Juanito Alimaña’ y el famoso ‘El cantante’, tema compuesto por Rubén Blades que lo llevó a la cumbre y lo transformó en leyenda viviente. Pero la vida desordenada, el alcohol, las mujeres y las drogas fueron una constante en su existencia.

Corrían los inicios de los años 70 y en los barrios latinos comenzaba a distribuirse la cocaína. Los músicos de la ‘Fania’ no fueron la excepción. Todos vivieron terribles excesos, no solo Lavoe. Héctor, Willie Colón y Johnny Pacheco armaban orgías. Pero mientras ellos se retiraban a descansar, para poder tocar más tarde, Héctor la seguía y se iba de ‘boleto’.

Ingreso al túnel del tiempo. 1986. Feria del Hogar, en la avenida La Marina. Luis Delgado Aparicio presentaba a Héctor, vestido con un pantalón blanco y una polera azulina. ‘Nosotros somos buenos compañeros / con mucho gusto le vamos a presentar / a un cantante que lo hemos coronado / como el rey de la puntualidad’. El público enloqueció.

Héctor jamás pensó que un año después sería asesinado su hermano Luis Ángel y luego correría igual suerte su suegra; que un paro cardiaco acabaría con la vida de su padre y que su adorado hijo Tito fallecería por un disparo accidental. Estos hechos trágicos lo desquiciaron. Se hundió más en el mundo de las drogas y un domingo de 1988 se lanzó del octavo piso de un edificio, quedando muy malherido e incapacitado para cantar. Sus últimos días fueron penosos. Una agonía lenta.

El peruano Hugo Abele, el empresario que lo trajo a nuestro país para que cante y lo alojó en su vivienda, lo visitó un mes antes de su muerte en un cuartucho de Nueva York, donde padecía sus horas finales, víctima de la depresión y las complicaciones de su salud por el sida. Fue llevado al Memorial Hospital de Queens, donde finalmente dejó de existir sin el consuelo de sus seres queridos. Triste final para un grande.

Una tarde de 1987, en un almuerzo por el cumpleaños del ‘bravo’ Agustín Pérez Aldave, con Óscar Malca y Eloy Jáuregui, un resacoso 25 de diciembre, encaramos a Abele: ‘Gordo, cuéntanos cómo pudiste hacer que Héctor cantara seis noches seguidas y saliera a las ocho en punto al escenario’. Es un milagro que hasta hoy comentan en Nueva York y el propio Lavoe confesó que esas apoteósicas presentaciones en Perú fueron uno de los mejores momentos de su carrera y lo hicieron renacer. Abele nos contó que lo alojó en su casa. Lo trató como a un bebé. No le prohibió nada de nada, pero lo acompañó a todos lados, como su sombra. “Se levantaba a tomar desayuno con nosotros y la empleada ya sabía que tenía que darle su botella de ron. Ese era su desayuno”, recuerda. Pero también hay un recuerdo terrible que Hugo me contó quince años después, muerto ya el cantante: ‘Cuando llegué a la casa de Héctor en Nueva York, un mes antes de su muerte, lo encontré en un colchón sucio’. Dice que ‘La Voz’ había defecado y nadie lo limpiaba. Cuando murió, la enfermera lo halló en la misma situación. Brilló como un sol y se apagó en la más tenebrosa penumbra, como la letra de ese bolero que interpretaba con indescriptible sentimiento: ‘Sombras nada más...’. Apago el televisor.

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