El Búho
El Búho

Este Búho recuerda la primera vez que pisó una sala de redacción. Era un imberbe muchachito de lentes, con una mochila al hombro en donde cargaba unos libros de segunda mano, quizá de Capote, quizá de Ribeyro. Con el hígado sano y el corazón intacto. Tenía esa inocencia propia del periodista que recién sale de la facultad, como un polluelo que revienta el cascarón y camina a tientas en tierras desconocidas.

Recuerdo que me sentí como Alfonso Fernández ingresando al ‘Clamor’. Tenía el sueño primigenio de escribir una gran novela, sin imaginar que el periodismo me iría devorando poco a poco. Fue un salto abismal pasar de las aulas -en donde a uno lo obligaban a memorizar la pirámide invertida y a reconocer las fuentes directas e indirectas- a la redacción de un diario.

Nadie me preparó para las horas de cierre insanas al filo de la medianoche, ni para las puteadas de los editores cuando escribía mal mis textos, ni para esos deliciosos orgasmos que disparaban las primicias que conseguía y que terminaban como portada al día siguiente. Uno lo iba aprendiendo en el camino, a punta de tropiezos.

En esa primera experiencia tuve la suerte de conocer a quien me forjó en este oficio. Los chibolos practicantes lo veíamos con respeto, desde lejos, sentado en su oficina contigua a la del director. Con su polo negro de David Bowie, en jean, los ojos clavados en la pantalla, mientras con los índices reventaba el teclado al escribir sus tan leídas columnas de opinión.

Cada tanto bebía un líquido misterioso de una botella que estaba envuelta siempre en una bolsa negra y que guardaba en su primer cajón. Sobre su escritorio una ruma de libros de toda clase, desde historia, literatura hasta periodismo. Recuerdo la primera vez que intercambiamos palabras, fue cuando me vio con un libro de Bukowski. “El viejo indecente, muchacho. Muy buena elección”, me dijo.

PERIODISMO DE CALLE

Entonces hablamos no solo de los libros, sino de esa vida vertiginosa del escritor norteamericano. Sostenía que, sin esa existencia alcohólica, putañera y desbarrancada, ‘Hank’ no hubiera podido escribir esas novelas, poemas y cuentos tan crudos y hondos. Pensaba lo mismo del oficio, pues para ejercerla uno debía caminar la calle, ensuciarse con el polvo y con el barro. Porque citaba a Faúndez de ‘Tinta Roja’, su película favorita: “El periodismo, como la prostitución, se aprende en la calle”.

Poco a poco fuimos construyendo un vínculo de maestro y alumno, y poco después de amigos. Lejos de esos defectos tan característicos de algunos colegas, él creía firmemente que la soberbia y el ego mataban lentamente una redacción, por eso era desprendido y generoso. Nosotros, los muchachos, íbamos a su oficina y él nos ‘alimentaba’ con libros, películas y música.

Empujaba a los aspirantes a poetas a escribir y a los cronistas a buscar temas de interés popular. Pedía los textos y los leía. Y si estaba bueno, lo recomendaba al director. Él mismo editaba y hasta titulaba. Y entonces, al cierre, felices por la victoria, decía: “Muchacho, ¿vamos por unas chelas?”. Yo creo que las verdaderas aulas de un periodista están allí, entre botellas de cerveza y el humo del cigarro.

En esas cantinas de Quilca nos sometíamos a discusiones eternas sobre Arguedas y Vargas Llosa, sobre Borges y Cortázar. Hablábamos de Soda Stereo, pero también de Prince. O sobre Scorsese o Coppola. Por supuesto que su bagaje era muchísimo más amplio que el nuestro y siempre tenía algo que recomendar. Para él, era imperativo que un reportero lea, vea y escuche de todo. Porque solo de esa manera podía encontrar más y mejores recursos para contar una historia.

Luego, con la noche encima, nosotros le íbamos preguntando por esos años en que fue reportero, antes de convertirse en el columnista más leído de este país. Él abría sus ojazos y recordaba con emoción esas grandes comisiones que le tocó cubrir. Recorrió todas las secciones de un diario: Espectáculos, deportes, política y policiales. Por eso, estuvo presente en casi todos los sucesos históricos recientes de nuestro país. Cuando contaba sus grandes historias atropellaba una palabra con otra, pero lo entendíamos. A veces, de la emoción lloraba, y lo consolábamos. Otras veces quería tumbarle los dientes a quien lo confrontaba y lo deteníamos.

Entonces, comprendimos que ese maestro también era humano, muy humano, como diría Nietzsche. Fue en una de esas noches desenfrenadas cuando me dio quizá la lección más importante que pudo darme nadie jamás sobre esta profesión. Yo, ingenuo, le pregunté si acaso no tenía el corazón curtido de tanta miseria que le había tocado cubrir y él, al beber su vaso de cerveza, me respondió: “Muchacho, el día que un periodista deje de sentir indignación, frustración, compasión, ira, tristeza, orgullo o alegría por una noticia que cubre, ese día que coja sus cosas y se vaya al carajo”. Aquel maestro partió hace un año de este mundo, tras luchar contra el cáncer. Hizo escuela en el diario y dejó un legado que se recuerda y recordará mientras se sigan escribiendo noticias en esta redacción. Apago el televisor.

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