Este columnista recibe una llamada telefónica misteriosa. ‘Búho, este 6 de octubre se cumplen ocho años de la lamentable muerte del inmenso poeta Antonio Cisneros (Lima 1942-Lima 2012). Sé que tú te sentabas en las mañanitas en la banca frente a su estatua en el malecón de Miraflores y te metías tus latitas con el inolvidable Toño’. Recuerdo que estaba de cachimbo en San Marcos y mi amiga, la poeta Tatiana Berger, me llevó a un recital de poesía con los bravos, donde estaba Antonio. Era como Roberto Carlos, tenía un millón de amigos. Quien haya tenido la suerte de iniciar una conversación con el escritor, se volvía un adicto a sus comentarios, sus sarcasmos, su sinceridad. Veo a jóvenes que se quedan varios minutos ante su escultura en el malecón de Miraflores, como antaño ocurría con la pléyade de poetas alumnos suyos de San Marcos. En esos tiempos convulsionados, los ‘ultras’ propiciaban huelgas que duraban casi un año, pero Toño, contradiciendo esa leyenda negra que lo tildaba de ‘vago’, llevaba en su carrito a sus alumnos de Literatura a un café, a su casa o a la casa de alguien, para dictarles clase, aunque más que una clase ortodoxa, era una magistral conversación con las voces más importantes de la poesía peruana de los sesenta, junto a Javier Heraud, César Calvo y Rodolfo Hinostroza.
Quienes conocieron al poeta hasta ahora no pueden creer que un hombre como él, tan enamorado y comprometido con la vida, pudo partir prematuramente a los 69 años. Siempre exteriorizó un espíritu juvenil, vital y cálido. Parecía el mismo jovencito veinteañero, pelucón y con blue jeans, que sorprendería a la crítica al presentar su poemario ‘Destierro’ (1961) y reafirmaría su vigencia con ‘Canto ceremonial contra un oso hormiguero’ (1968), con el que obtendría el prestigioso premio ‘Casa de las Américas’. En el 2000 lucía igual, pero canoso. Lo que más me vacilaba de Cisneros, a diferencia de otros poetas de su generación que conocí, hoscos, resentidos, siempre rumiando inconformidad y reclamando reconocimientos, es que él pensaba en otra cosa. Estaba más comprometido con temas como el amor a la familia, a los hijos, a la compañera de toda la vida, ‘su negrita’, a sus nietos. En una entrevista confesó: ‘Toda mi vida he vivido sin que me importe demasiado la cultura, ni la poesía ni la bohemia, no está entre mis prioridades qué obra tengo que hacer o dejar de hacer. Me importa un comino. Más me importan mis nietos’. Este columnista tuvo la suerte de debutar en el periodismo en el diario ‘La Razón’, en 1986, dirigido por ‘Chema’ Salcedo y Ricardo Uceda, y allí estaba el buen Toño, al frente de ‘El caballo rojo’. Mejores referentes no pude tener.
Luego me encontraría con él como vecino en Miraflores y algunas veces coincidimos en el Glotons, el insomne restaurante de Comandante Espinar. A mi grito de ‘¡Poeta!’, Toño se acercaba a saludar cálido, sin poses. También me gustaba escucharlo en la radio, porque Cisneros, además, fue pionero en hablar coloquialmente en su programa ‘Crónicas de un oso hormiguero’, por RPP, y escribía sobre gastronomía, de la que era un verdadero sibarita. Hay una anécdota sabrosa que solía contarle a los sanmarquinos. En los sesenta, el decano de la Facultad de Letras de San Marcos le otorgó una beca para estudiar en Madrid. Cuando se enteraron de que estaba en Inglaterra, lo llamaron inmediatamente. ‘Cisneros, ¡qué hace en Londres si tiene que estar en Madrid!’. ‘Doctor -le respondió-, es que aquí están Los Beatles’. Lo dijo con tal naturalidad que el decano lo comprendió. Si los principales poetas de la generación del sesenta fueran The Beatles, definitivamente Antonio Cisneros sería John Lennon, César Calvo haría de Paul McCartney, Rodolfo Hinostroza de George Harrison y Arturo Corcuera de Ringo Starr. Siempre fue receptivo con quienes se le acercaban para felicitarlo o conversar: ‘Si estoy en deuda, de haber alguna, es con la gente que me ha querido aquí en el Perú o en el exterior. Claro, no incluyendo a las tribus de envidiosos. Pero a quien han querido es al poeta, el ciudadano Cisneros se siente indigno cuando no escribe poesía’. ‘¡Y de Dios, ¿qué más puedo decir que Él no lo sepa? Casta soy pero no hasta el delirio. / Me preocupé (como muchos) por los pobres del reino. / Y veo (como todos) el paso de la nave de los muertos. Y temo. Y bebo valeriana./ Recíbeme con calma, mi Señor’, escribió en un poemario. Allí estará, en el parnaso de las letras, maestro. Apago el televisor.