Este , como buen periodista, está obligado a recorrer la calle en estos terribles tiempos de la nueva cepa del coronavirus. Me debo a mis lectores y salgo con doble mascarilla y mi alcohol colgado al cuello. Tengo más de un siglo dividido en dos, más tío y canoso, pero igual de intrépido que aquel joven periodista que laboraba en un periódico que yace en el ‘cementerio de papel’, aquel terrorífico verano de 1991, cuando la espantosa epidemia del ‘cólera’ mataba como moscas a los peruanos.

La epidemia se había ensañado con el puerto de Chimbote. En esa devastadora coyuntura, era un ‘cachorro’ hambriento de oportunidades, pero el director escogió a dos ‘tigres’ veteranos para viajar a Chimbote como ‘enviados especiales’. Era, en verdad, una comisión peligrosa. Corrías el riesgo de que, por probar un cebiche, una manzana mal lavada, un vaso de agua no hervida, podías agonizar dos días con dolorosa deshidratación, con diarreas ininterrumpidas y te ibas a la tumba. Los dos ‘tigres’ se excusaron sin roche. El director volteó la mirada hacia mí y acepté al toque. Y allí vi en el hospital de Chimbote cómo la enfermedad llevaba a la muerte a cientos de personas en un ambiente lleno de moscas, con el olor de las diarreas de los moribundos, apiñados en el piso porque ya no alcanzaron camas, como en la película ‘Lo que el viento se llevó’, en esa estremecedora escena después de la terrible batalla de Gettysburg donde pierde el bando de la heroína Scarlett O’Hara. El gobierno de Fujimori vivió ese terrible drama que dejó más de seis mil muertos. Pero lo que veo ahora con el coronavirus y sus mutaciones no tiene punto de comparación.

Tomé un taxi en Surco para ir a ver con mis propios ojos lo que sucedía en Mesa Redonda en la cuarentena de Sagasti. Pero en una calle paralela a Caminos del Inca, un hombre estaba tirado en medio de la calle. Con una mascarilla impecablemente limpia. Bien vestido. Un señor de unos cincuenta años. Los carros lo esquivaban y se iban. Le dije al taxista que parara. Trabajadores de un camión de construcción también pararon y quisieron auxiliarlo. El taxista les advirtió: ‘¡No lo toquen, puede ser una víctima de Covid!’. Al minuto llegó un patrullero. Observó sus documentos. Vivía cerca. Una vecina aclaró el misterio. ‘El señor vive solo en el segundo piso. Parece que se contagió y se dirigía al policlínico de Tomás Marsano’. El infortunado tenía mil soles en su billetera, seguro para que le den oxígeno, pero los ahogos lo mataron en plena pista. Fue la peor imagen que vivió este Búho en este año, donde nos revuelca la ‘segunda ola’, más traicionera y letal.

Cuando llegué al Centro de Lima me pregunté: ¿Suspendieron la cuarentena? Los comerciantes vendían sus productos masivamente. Son los llamados ‘informales’ que viven de lo que ganan sol a sol y nunca les toca un miserable ‘bono’. Ellos no están adscritos en las ollas comunes ni en los comedores populares. Son los miles de peruanos que se resistieron a acatar una orden presidencial de ‘quédense en su casa’. Como si la comida, por esa orden, va a llegar todos los días por gracia divina. Increíble.

Familiares de personas enfermas de coronavirus están desesperadas por encontrar oxígeno para mantener con vida a sus seres queridos en Perú. (Foto de ERNESTO BENAVIDES / AFP).
Familiares de personas enfermas de coronavirus están desesperadas por encontrar oxígeno para mantener con vida a sus seres queridos en Perú. (Foto de ERNESTO BENAVIDES / AFP).

Fue una cuarentena jalada de los cabellos, sin ningún programa social de contingencia. ¿Qué pensaba el presidente? Por eso, en mis visitas al mercado de Magdalena, Caquetá, Ciudad de Dios, la paradita de mi entrañable Unidad Mirones, me di cuenta de que todo sigue igual. Ni los comerciantes ni los informales le hicieron caso al gobierno. Pero me sublevé cuando los ‘mastodontes’ municipales les quitaban a la mala, a palazos, su mercadería a los ambulantes que estaban allí, no por fregar, sino por ganarse un pan para llevar esa noche a sus hijos. Esas imágenes me hicieron llegar a una conclusión, la cuarentena ‘trucha’ fracasó estrepitosamente.

El gobierno debe emprender, ahora que va llegando de a pocos la vacuna, una campaña de prevención en radio, TV y prensa escrita, regalando mascarillas y protectores faciales. Pero no puedes contener a la mayoría de la población que necesita trabajar.

Por último, en mi recorrido veo que todos los comercios alrededor de mercados, los que deberían estar prohibidos, atienden como si nada, sin embargo, los grandes centros comerciales que siempre respetaron los protocolos y dan trabajo a miles de peruanos están cerrados. ¿Es esto coherente? Me voy musitando una estrofa de un tema del entrañable Miki González: ‘No pregunten, estoy asao’.

Apago el televisor.

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