Este Búho recuerda ese tema de los rockerazos de Leuzemia: ‘En la calle está la muerte / Siempre será así / El tiempo es tuyo / Quédate aquí. / Lima angustiada / Lima violenta / Lima injusta / Lima mórbida’.
Camino por el Centro de Lima. Es sábado por la tarde. Las calles hierven, rebalsan, asfixian.
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La plaza San Martín se desborda de improvisados oradores. Este se ha vuelto el epicentro de los mítines populares. Se confrontan con la rabia y el apasionamiento que siempre despierta la política. Observo con mis ojazos y pienso que así está nuestro país: convulsionado, enfrentado, agitado.
Discusiones eternas y planas se encienden al pie del Libertador.
Unos charlatanes hablan de vacunas bambas, de un chip 5G y de un plan mundial para someternos, citando a directores mundiales de salud, a presidentes de otras naciones y hasta la Biblia.
El auditorio está compuesto por crédulos adultos mayores que asienten cada mentira. Huele a aguardiente y fritangas. Por allá, jovencitos enamorados se besan en las bancas que bordean la plaza, son imprudentemente interrumpidos por vendedores de rosas artificiales y turrones.
Los bares emblemáticos que flanquean este punto de encuentro de la plebe capitalina no se abastecen. Los comensales y bebedores llegan en tropas. No les importa esperar media hora o cuarenta y cinco minutos para hacerse de una mesa o un espacio en la barra del bar. Colapsan las bermas. Los ruidos estrepitosos estallan.
Carretillas con golosinas, que ahora también ofrecen mascarillas y protectores faciales, se atornillan en las esquinas. Los lustrabotas caminan mirando al piso, buscando un incauto con los zapatos polvorientos. Los niños hacen berrinche por globos inflados con helio o bolsitas de canchita.
El Centro de Lima ha sido mi base de operaciones durante casi veinte años, tiempo en que la redacción de este diario se ubicaba en la cuadra 2 de Miró Quesada. Recuerdo esta afluencia de gente solo en diciembre, a puertas de Navidad.
En el jirón Ocoña, la risueña Marlene despacha las cervezas como quien reparte volantes. Su restobar ha sobrevivido a la crisis económica y este sábado, ya por la noche, la pequeña empresa rompe su récord histórico en despacho de bebidas embotelladas.
La rockola, bien nutrida y variada, no deja de sonar. Héctor Lavoe, Binomio de Oro y The Cure. Un hombre delgado ofrece tamales a discreción, le quedan pocos, dice. Lleve casero, están riquísimos, alardea. Lo retira un mesero venezolano. Afuera los autos circulan cada vez más rápido.
La Policía patrulla con desgano. A las once y media, Marlene anuncia que el local ya va a cerrar. Los clientes no quieren irse. Dos más y nos vamos, suplican. Aún hay cervezas heladas en el mostrador. Suena ‘Tougher than the rest’ del ‘jefe’ Bruce Springsteen. Una joven pareja baila en un rincón. Abrazados. Lento. Entre el humo del cigarro. Luego de casi dos años, parece que la vida se reinicia.
Bien por los emprendedores que padecieron durante esta larga temporada. La vacunación redujo drásticamente las muertes y contagios por el maldito y traicionero coronavirus, pero las experiencias internacionales demuestran que estos relajos por parte de la ciudadanía contribuyen a un rebrote catastrófico.
Seamos responsables para no volver a más cuarentenas que lo único que generan es desempleo y el desplome de nuestra economía. El virus sigue matando allá afuera.
A la medianoche algunos locales apagan sus luces, otros continúan a puertas cerradas. El gentío camina lento hacia Garcilaso de la Vega o hacia Tacna o hacia Abancay. Algunos van dando tumbos y carcajadas estrepitosas. Los taxistas doblan sus tarifas. Las combis ‘piratas’ también. La noche limeña ha vuelto con furia, pienso.
Apago el televisor.
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