Este Búho prometió que continuaría comentando el sorprendente libro sobre nuestro extraordinario cuentista Julio Ramón Ribeyro, ‘Cartas a Juan Antonio’ (Revuelta Editores 2019). Ribeyro murió en 1994, pero no hubo ningún milagro de resurrección.
La reunión de estas misivas, por primera vez en su conjunto, es fruto de un largo e intenso trabajo del periodista y literato sanmarquino Jorge Coaguila. Como este nos indica en la introducción: ‘Ribeyro tuvo varios corresponsales a sus cartas, pero el más importante fue su hermano mayor, Juan Antonio, no en el plano literario sino en el grado de intimidad.
Entre él y Juan Antonio existía no solo amor filial, eran más que eso. Era su cómplice, su confesor, su secretario, su consejero, su ayuda financiera, su cobrador, su mejor amigo y admirador. Por eso, al ‘Narigón’, ‘Cher Narices’ o ‘Rara avis pasionalis’, como lo llamaba en los encabezados de sus intensas misivas, le exponía sus puntos de vista y reflexiones sobre los más variados temas. Eso sí, siempre con su clásica ‘filosofía ribeyriana’. Aquí algunas ‘perlas’ de su copiosa correspondencia.
DICHOS DE LUDER: “Te diré que he comenzado a escribir un nuevo librito, que es la prolongación natural de ‘Prosas apátridas’, en el que predomina el ‘esteticismo’ (no de estética sino de ‘estíptico’: avaro, mezquino), ya que se trata de textos muy cortos en forma de diálogo. No se aún cómo se llamará el libro, pero en su título debe entrar el nombre de Luder, que es un personaje inventado por mí (o emanación mía) protagonista de estas brevísimas conversaciones. Te trascribo algunos textos: ‘No te desesperes -le dicen a Luder- siempre hay un roto para un descosido. Sí -responde Luder-, pero yo no soy ni roto ni descosido: soy un remendado’” (1983).
VARGAS LLOSA Y LA MATANZA DE UCHURACCAY: “Es una ocasión de estar más en el candelero. Su nombre quedará para siempre asociado a esta comisión, ‘La Comisión Vargas Llosa’, así hipotéticamente no se lean más sus libros en el futuro. La misión le ha permitido tener una directa y dramática experiencia en la sociedad agraria peruana en su forma más arcaica, lo que no dejará de enriquecer el stock de temas y motivos literarios. De hecho, su participación en este asunto lo autoriza a escribir artículos, conceder entrevistas, aparecer en programas de televisión, etcétera. Todo lo que tiene repercusiones monetarias importantes. Lo que puede ser verdad. Pero para recoger todos esos beneficios ha arriesgado lo que no todos están dispuestos a hacer, su vida” (1983).
EL FESTÍN CON MARIO Y BRYCE: “Te escribo contemplando los restos de mi festín. Esta es una frase literaria, pues realmente no veo ningún resto de festín (...). Fue en homenaje a Mario Vargas Llosa, que llegaba a París a presentar su novela ‘La guerra del fin del mundo’ y aproveché para agasajarlo y reunirnos en casa con algunos amigos. Por coincidencia, Alfredo Bryce, que reside actualmente en Montpellier, llegó (...) y luego de varios años atrás (creo que fue en 1978) volvíamos a estar juntos los tres ‘escritores’, lo que rara vez sucede. Claro que ni pudimos hablar entre nosotros. En estas reuniones siempre sucede que cada cual es acaparado por uno o varios interlocutores y no sabes cómo deshacerte de ellos. Solo un momento fuimos a mi escritorio para que el hijo de Luis Jaime Cisneros nos tomara unas fotos. Estas fotos seguramente quedarán y desde ahora me pregunto qué dirán de nosotros y qué quedara de nosotros cuando veinte o cincuenta años más tarde, alguien vea estas fotos publicadas en alguna revista o periódico de entonces. Se dirá seguramente: ese guapo es Vargas Llosa, ese con bigotes y anteojos es Bryce y el flaco de allí, Ribeyro. Pero ¿qué más se dirá? ¿Quién puede saberlo? Vinieron como ochenta personas, entre escritores, pintores, críticos, diplomáticos, etcétera. Te cito a Jorge Edwards, José Miguel Oviedo, Plinio Apuleyo (no es un seudónimo, es un novelista colombiano muy amigo de García Márquez, vecino de barrio y hombre simpatiquísimo) y muchas personas más. En realidad me rajé. ¿Por qué? me pregunto. Ni yo mismo lo sé. Aunque me costó mil dólares de mi bolsillo, estuve a gusto y mis invitados también. ¡Si yo fuera millonario!” (1983). Un libro imperdible y no solo para ribeyrianos. Apago el televisor.
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