Como mis lectores saben, este Búho es admirador de la obra de Mario Vargas Llosa, nuestro Nobel de Literatura. Me permito destacar entre sus libros primordiales ‘Conversación en La Catedral’ (1969). Era su tercera novela, después de ‘La ciudad y los perros’ y ‘Los cachorros’. Demostró al mundo que el ‘boom’ de la literatura latinoamericana no solo era el ‘realismo mágico’. El autor escribe sobre la dictadura del general Manuel Apolinario Odría, quien gobernó el país con mano dura y al compás del mambo y los boleros, desde 1948 a 1952.
El inicio es espectacular. Te atrapa. A mí me sorprende que los extranjeros se enamoren de la novela, porque es demasiado peruana. Se presenta la casa-bulín de Hortensia, la escultural amante de ‘Cayo Mierda’, en San Miguel, donde este recibe a sus socios y compinches para hacer negocios, que se emborrachen y, si quieren, se acuesten con su joven amante. En esa novela, Zavalita, el personaje principal, hace la famosa pregunta que puede ser una dolorosa definición de nuestro país: ¿En qué momento se jodió el Perú? Han pasado casi cincuenta años desde entonces y la interrogante sigue vigente. Me permito volver a escribir sobre este tema porque hace unos días dejó de existir Carlos Ney Barrionuevo, amigo de Vargas Llosa que inspiró en esa novela el personaje de Carlitos, uno de los redactores de La Crónica. Además de ser insepararble de Zavalita, Carlitos es bohemio y un verdadero apasionado de la literatura. A principios de la década de los cincuenta, un imberbe Vargas Llosa de solo quince años, que recién había acabado el cuarto año de secundaria, entró a trabajar a La Crónica en los tres meses de vacaciones escolares. Allí conoció a Carlos Ney, un periodista joven y talentoso diez años mayor que él. Desde el principio congeniaron, porque ambos eran los más chiquillos de la Redacción y compartían el amor por la literatura. ‘Carlos Ney Barrionuevo fue mi director literario en esos meses (...). Mi educación literaria debe a Carlitos Ney más que a todos mis profesores de colegio y que a la mayoría de los que tuve en la universidad. Gracias a él conocí algunos de los libros y autores que marcarían con fuego mi juventud...’, escribió Vargas Llosa muchos años después, como homenaje al amigo entrañable, en su libro de memorias ‘El pez en el agua’.
Carlos Ney era un periodista culto, talentoso y con sensibilidad, que escribía poesía. Luego de los cierres de edición en las madrugadas, Ney y Vargas Llosa se iban a algún burdel o a barcitos de mala muerte a conversar siempre de libros interesantes, de autores. Uno de esos antros para pobres al que acostumbraban visitar era el llamado ‘La Catedral’, cerca a la plaza Unión. Allí, sentados ante una mesita y entre tragos y borrachos, Carlos Ney, con unas cervezas encima, vencía su timidez, sacaba del bolsillo alguno de los poemas que no dejaba de escribir y se lo leía a ese chibolo flaco, alto y de dientes grandes que lo oía absorto. ‘Yo escribía cuatro poemas diarios y se los comentaba. Nos sentábamos en un altillo. Íbamos a ese lugar porque nadie nos conocía’, rememoró Ney muchos años más tarde.
‘Escribía poemas difíciles de entender, de extrañas palabras, que yo escuchaba intrigado, pues me exponían un mundo totalmente inédito, el de la poesía moderna. Él me descubrió la existencia de Martín Adán...’, recordaría Vargas Llosa de aquellos momentos que lo marcaron para toda la vida. Cuando tenían algún dinero extra caían por el ‘Negro negro’, una boîte chic ubicada en un sótano de los portales de la plaza San Martín, donde había funciones de teatro, recitales y música francesa. Pero ‘La Catedral’, ese cuchitril escenario de aquellos encuentros a los que el chibolo y futuro autor de ‘La guerra del fin del mundo’ asistía extasiado, se convertiría en escenario clave de su ‘Conversación en La Catedral’, donde Zavalita sostiene la larga y crucial plática con el negro Ambrosio, el antiguo chofer de su padre. ‘Siempre creí que, en algún momento -escribió Vargas Llosa-, Carlitos Ney publicaría un libro de poemas que revelaría al mundo ese talento enorme que parecía ocultar (...). Que no lo haya hecho, y su vida haya transcurrido, más bien, sospecho, entre las frustrantes oficinas de redacción de los periódicos limeños y las ‘noches de inquerida bohemia’, no es algo que me sorprenda, ahora. Pues la verdad es que, como a Carlitos Ney, he visto a otros amigos de juventud, que parecían llamados a ser los príncipes de nuestra república de las letras, irse inhibiendo y marchitando por esa falta de convicción, ese pesimismo prematuro y esencial que es la enfermedad por excelencia, en el Perú, de los mejores...’. Carlos Ney se ha ido y, aunque no llegó a ser lo que se esperaba de él, inspiró a algunos con su pasión y su cultura. ‘Me invadió una alegría profunda al saber que un amigo ganó el Premio Nobel’, expresó Ney hace siete años. Fue uno de esos seres capaces de dejar huella para toda la vida. Solo le bastaron tres meses para hacerlo con el joven Vargas Llosa. Apago el televisor.
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