Este Búho revisaba sus discos y videos por una mudanza y se encontró con las obras completas del genial Oscar Wilde. Recordaba que en mis tiempos de ‘lagartazo’ universitario me los devoraba en la soledad del estadio de San Marcos. Tenía dos días de descanso y me fui a un club con mis hijos. El director me dijo: ‘Búho, olvídate de Keiko, lee a uno de tus escritores favoritos y me mandas una buena columna para el domingo’. Me sumergí en la lectura de Wilde toda la noche, mientras las olas arrullaban el sueño de mis pequeños.
Me encerré en la soledad de mi habitación e ingresé al túnel del tiempo: Unidad Vecinal Mirones, década de los setenta del siglo pasado. Fue ahí cuando a los 11 años escuché por primera vez el nombre de Wilde. Su verdadero nombre era Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde y nació en Dublín, en una Irlanda anexada al Reino Unido. Lo conocí por el cine, en aquella tarde cuando ingresé a la cazuela del cine Mirones, pagándole una propina al ‘tío’ boletero. La película en cartelera, ‘El retrato de Dorian Gray’.
El argumento del libro era alucinante: Dorian era un joven de extremada belleza, tanta que un pintor quedó obsesionado con su atractivo y le hizo un retrato. Mientras Dorian llevaba una vida de perversiones y aberraciones, causando dolor y muerte a mujeres y hombres por igual, su rostro a pesar de los años seguía lozano y juvenil. El cuadro era el que envejecía y representaba el horror y la maldad del descarriado Dorian. Me parece que Wilde se hubiera sentido orgulloso si hubiese visto el filme de 1970. El protagonista, Helmut Berger, fue catalogado por la revista ‘Vogue’ de ese año como ‘el hombre más bello del universo’.
Wilde fue el principal dramaturgo de la época victoriana tardía, con obras imperecederas como ‘La importancia de llamarse Ernesto’ o ‘El abanico de Lady Windermere’. También escribió célebres cuentos como el ‘El fantasma de Canterville’, que inmortalizaría el dúo ‘Sui Generis’ de Charly García y Nito Mestre, o ‘El príncipe feliz’; y en poesía, ‘La balada de la cárcel de Reading’, además de célebres ensayos. Fue el primer intelectual moderno. Es tatarabuelo intelectual de Truman Capote, Andy Warhol, Manuel Puig o Pedro Almodóvar.
Desde la cuna estaba predestinado a ser una estrella. Su padre era un gran médico cirujano y reconocido filántropo. Como se acostumbraba en la época, el delicado Oscar se casó con una dama de sociedad, Constance Lloyd, hija de un consejero de la reina, a la que conoció en una fiesta. Ambos eran dublineses, divertidos y audaces. Tuvieron dos niños y Constance era una pionera del feminismo. Ella sabía que su esposo pasaba noches fuera de casa con hombres y lo toleraba.
Wilde era aclamado en Europa y daba charlas apoteósicas en Estados Unidos. Constance, cuando su esposo estaba en la cima, ya se había convertido en una notable escritora y combativa feminista, pero Oscar cayó en desgracia por una relación destructiva de la que Constance le advirtió y su marido ignoró: Su romance con lord Alfred Douglas, de 21 años. Un aristócrata rebelde y holgazán, que no tenía talento y que fungía de escritor. No solo lo ‘vivió’ por años, sino que lo separó de su esposa y sus hijos. ‘Bosie’, como lo llamaba Wilde, lo empujó hacia un abismo infernal -como cantara el desaparecido español Carlos Berlanga- cuando su padre utilizó las cartas de amor de Wilde a su hijo en un juicio que pasó a la historia.
El padre dijo de él, públicamente: ‘Aquel que se presume sodomita’. El más grande escritor y dramaturgo de la época, enjuiciado por ‘sodomía y homosexualidad’. Sus obras teatrales fueron clausuradas, sus libros proscritos y el escritor famoso, humillado y ofendido al ser encarcelado en la prisión de Reading por dos largos años de trabajos forzados. Estando preso, sufrió otro golpe: su fiel esposa Constance, enferma de un extraño mal, sumida por el sufrimiento de ver a su familia humillada en el juicio, cambió su apellido y el de sus hijos y se refugió en Génova.
Wilde, al salir de la cárcel, se ‘amistó’ con su ‘Bosie’ y emprendió viaje a Italia para ver a sus hijos, Cyril y Vyvyan. En Nápoles, ante la escasez de dinero, Alfred Douglas lo abandonó y lo peor es que el escritor recibió la terrible noticia de la muerte de su esposa y que sus suegros le habían prohibido ver a sus hijos. Derrotado, en la miseria y repudiado por la sociedad, viajó a París, donde se cambió de nombre: Sebastian Melmoth, como el personaje de la novela de Charles Maturin.
En esa ciudad abraza el catolicismo, llevado de la mano por un sacerdote irlandés a la iglesia de San José. Murió a los 46 años y las causas de su muerte no son muy claras. Se dice que fue una meningitis, una infección causada por una intoxicación. Se comenta que sus últimos momentos fueron penosos. Pidió champán en el hotel de mala muerte donde vivía. Muy enfermo, tomó una copa del licor y exclamo: ‘Estoy muriendo por encima de mis posibilidades’. Apago el televisor.