Este Búho escuchó hasta el hartazgo una frase sobre la situación del expresidente Alberto Fujimori: ‘Se le vino la noche al japonés’. Como por inercia recordé la novela del recordado amigo y colega de redacciones, Jorge ‘Coco’ Salazar, notable cronista de casos policiales, sibarita increíble, narrador culinario, ‘playboy’ y sobre todo escritor.
El ‘Negro’, un maestro con todas sus letras, dejó un puñado de novelas que, por esas mezquindades que corroen nuestra cultura, no han sido valoradas en su real dimensión. Salazar nunca fue afecto a adular a editores literarios. Sus libros se han vuelto de culto, son difíciles de encontrar y cuenta con una legión de seguidores en jóvenes universitarios.
Por eso, quiero compartir con mis lectores ‘La medianoche del japonés’ (1991). A esta obra la podríamos incluir en el género de ‘No ficción’, porque no solo está basada en un hecho real, sino que Salazar hizo un excelente trabajo de investigación y archivo, zambulléndose en los polvorientos ejemplares de diarios de la época en el interior de la Biblioteca Nacional y en el archivo del diario El Comercio. El caso tuvo un tremendo impacto.
Corría noviembre de 1944. París había sido liberada por las tropas aliadas de la ocupación alemana y en el mar del Pacífico, la flota norteamericana aniquiló a la japonesa en la batalla naval de Filipinas.
Era inminente el fin del conflicto. Esas noticias eran reproducidas a lo grande en los diarios peruanos, pues el país había declarado la guerra a Japón y los súbditos del emperador Hirohito eran vistos con ojos hostiles por la población. En 1940, hordas exaltadas habían asaltado, destruido y quemado pulperías, restaurantes y negocios de ciudadanos japoneses en la capital.
Ese año se produjo una masacre en una casa de Chacra Colorada, en Breña. Antes, Lima terminaba en Chacra Colorada, en lo que ahora es el bypass de Tingo María, y por allí discurría una gran acequia que surtía de aguas a las inmensas chacras. En esa zona de gente pobre se produjo el asesinato de siete personas: dos parejas de esposos de nacionalidad japonesa y sus tres hijos pequeños. Los mataron a punta de garrotazos de madera.
La escena del crimen era devastadora, con sangre por todos lados. Los cuerpos desnudos y semidesnudos los habían lanzado a la acequia. Ese es el hecho central de la novela de Jorge Salazar. El terrible asesinato de dos matrimonios japoneses y sus hijos. El autor se pone en la piel del personaje principal, el periodista del diario La Crónica, Ismael Ortega, quien en la ficción fue uno de los primeros en llegar a la escena del crimen.
Por fuera era un corralón de paredes sucias como cualquier otro del barrio polvoriento, pero cuando ingresó con la policía, se quedó con la boca abierta. Nadie sabía que esa vivienda de mil metros cuadrados y de altos muros albergaba un palacio. Tenía jardines y un estanque con peces de colores.
La vajilla era de porcelana y los muebles de cedro. Todo era lujoso. La policía detuvo a dos sospechosos, Kie Naíto y Mamoru Shimizu, este último, hermano de una de las víctimas. En tiempo récord, la policía, después de hacerle un interrogatorio ‘científico’, consiguió la confesión de Mamoru.
Al toque lo enjuiciaron y encerraron en el Panóptico (la antigua prisión de Lima) condenado a veinticinco años de cárcel, donde se convirtió en el peluquero y barbero de los presos y murió en el encierro. Hasta aquí la realidad. En la novela, el periodista Ortega no cree que Mamoru fuera el asesino, pues una sola persona no podía matar a otras siete a garrotazos, por lo que se lanza a investigar por su cuenta. En sus investigaciones sobre el brutal crimen sin resolver, que es la hipótesis del novelista, se yerguen las sombras de la temible mafia japonesa, que habría estado detrás del crimen.
Mamoru fue solo un ‘chivo expiatorio’. Luego de publicada su novela, ‘Coco’ me comentó en el ‘Juanito Barranquino’: ‘Después de tocar puertas e indagar sobre el paradero de algún trabajador penitenciario, me topé con un viejito que trabajó de adolescente como ayudante de cocina en el Panóptico. Recordaba perfectamente el día que murió Mamoru.
Alguien pagó un velatorio y un féretro de lujo, pero no había nadie acompañándolo. Solo llegaban autos lujosos y dejaban costosísimas coronas funerarias que llenaron el salón, al punto de que casi no cabían, pero en los sobres no se leía ningún nombre.
Y lo más increíble -me dijo el entrañable ‘Negro’-, es que el viejo me juró que durante los años que Mamoru estuvo encarcelado, no recibió visita de ningún familiar ni amigo’. Extraño, muy extraño. Apago el televisor.