Este Búho no puede negar que siente una atracción irresistible por el mar. No podría vivir en una ciudad que no lo tenga. Sufrí cuando un tiempo radiqué en una capital centroamericana que no contaba con océano. Todos los sábados, obligado tenía que viajar trescientos kilómetros por una carretera que se cruzaba con un río cuyas orillas estaban llenas de gigantescos cocodrilos gordos y perezosos y donde el chofer paraba el bus para que los pasajeros les tiren cualquier cosa para comer. Toda esta odisea para llegar a ver el inmenso mar, donde seguramente siglos atrás desembarcó Cristóbal Colón en sus primeros viajes.
Por esta atracción hacia el mar, en el momento que cayó a mis manos el libro de poemas ‘Ese puerto existe’ (1959), de Blanca Varela, me hice un fan incondicional de su poesía. Me hipnotizaba cómo la poeta podía transmitir con tanta intensidad su relación con el mar. Ella escribió sobre el puerto que la vio nacer, Puerto Supe, que en esos años veinte, antes del ‘boom’ de la pesca industrial de los setenta, era una bucólica caleta de pescadores con un viejo muelle, una laguna y una playa paradisiaca como la caleta Vidal, donde una Blanca chibola pasó sus años maravillosos.
De allí este poema: ‘Está mi infancia en esta costa,/ bajo el cielo tan alto,/ cielo como ninguno, cielo, sombra veloz,/ nubes de espanto, oscuro torbellino de alas,/ azules casas en el horizonte./ Junto a la gran morada sin ventanas,/ junto a las vacas ciegas,/ junto al turbio licor y al pájaro carnívoro./ ¡Oh, mar de todos los días,/ mar montaña,/ boca lluviosa de la costa fría’.
Blanca Varela (Supe, 1926 - Lima, 2009) nació del matrimonio de Alberto Varela y Esmeralda Gonzales Castro. Definitivamente, la influencia de su madre fue fundamental en la formación de su pequeña hija. Esmeralda era una apasionada cultora de la música criolla, de la que era eximia escritora de canciones costumbristas. Blanca participaba en las tertulias y la bohemia que se organizaban en su hogar. Tocaba la guitarra y cantaba.
Nadie se sorprendió que a los dieciséis años ingresara a San Marcos a estudiar en la Facultad de Letras. En esos tiempos, eran muy pocas las mujeres que postulaban a la universidad. Pero imaginémonos a Blanca escribiendo frente al mar de su Supe añorado, este otro eximio poema: ‘El mar pliega las alas al atardecer,/ tú no eres sino una pálida burbuja/ navegando al borde del aliento,/ un negro trino,/ el sol que sale en el centro del pecho/ en mitad de la calle,/ un silencio en la música dura/ de la ciudad sin límites./ Para atravesar ese océano/, ese golpe de luz en la siesta,/ no bastaría la eternidad’. (El mar pliega las alas al atardecer...). En San Marcos entró en contacto con dos jóvenes poetas que gustaban de la poesía exquisita en momentos en que el país vivía tiempos de agitación política y se imponía la llamada ‘poesía social’.
Ellos eran nada menos que Jorge Eduardo Eielson y Javier Sologuren. Junto a Blanca formaron un grupo al que llamaban ‘los poetas puristas’, pero más que puristas, eran vanguardistas y el tiempo les daría la razón. Ellos le presentaron a un joven estudiante de Arquitectura que había renunciado a la UNI para estudiar Arte en la vecina Universidad Católica: Fernando de Szyszlo.
El descendiente de polacos quedó deslumbrado por la inteligencia, belleza y desenfado de la chica que tocaba guitarra y cantaba. Se enamoraron y cuando De Szyszlo obtuvo una beca para viajar a Francia, primero se casó con Blanca para llevársela. Llegaron al París de la posguerra. Era la ‘ciudad luz’ y con su esposo se vincularon con el movimiento existencialista francés. Lo mejor de la intelectualidad latinoamericana se congregaba en los bares del barrio latino a discutir de poesía, filosofía y política.
Uno de ellos era un joven poeta mexicano destinado a obtener el premio Nobel de Literatura: Octavio Paz. Blanca y Octavio se hicieron amigos. La joven era aparentemente solo la esposa del pintor peruano, pero cuando su marido no la veía, escribía a escondidas, profusamente. En el año 1959, había terminado un libro. Hasta lo había titulado ‘Puerto Supe’. El mexicano, intrigado, le preguntó: ‘¿Qué es eso?’. No entendía qué quería decir Supe. Mortificada porque ninguneaban su lugar de nacimiento, Blanca alzó la voz: ‘¡Pero ese puerto existe, Octavio!’. Paz sonrió de oreja a oreja y exclamó: ‘¡Allí está, Blanca, ese es el título de tu libro, ‘Ese puerto existe’!’. Ese año se publicó el libro, que contenía poemas sobre el mar tan hermosos y desgarradores como este: ‘...En esta costa soy el que despierta/ entre el follaje de alas pardas,/ el que ocupa esa rama vacía,/ el que no quiere ver la noche./ Aquí en la costa tengo raíces,/ manos imperfectas,/ un lecho ardiente en donde lloro a solas’ (fragmento de ‘Ese puerto existe’). Apago el televisor.