Abraham Valdelomar. (Foto: Casa de la Literatura)
Abraham Valdelomar. (Foto: Casa de la Literatura)

Este Búho nunca ha ocultado la admiración que profesa por el gran Abraham Valdelomar (Pisco 1888 - Huamanga 1919). Este año se cumplen cien años de su trágico fallecimiento y, con pesar, no vislumbro merecidos homenajes. ¿Cómo definir a esta monumental figura de las letras peruanas? Porque hay más facetas de Valdelomar que dedos en las manos: el cuentista, el novelista, el poeta, el ensayista, el dramaturgo, el político, el dibujante, el líder, el socialité...

Era también encantador, envidiado, amado, admirado y transgresor, pero creo que fue, ante todo, la encarnación del hombre que adoptó el modernismo -revolucionario en un momento, en los principios de su producción literaria- y después, en su corta madurez, se volvió totalmente vanguardista, con escritos que redondeaban la idea, y como bien señaló José Carlos Mariátegui en su tiempo, ‘de que la vida era bella y merecía ser dignamente vivida’.

Escribo esta columna con mis audífonos puestos, escuchando a David Bowie y su ‘Modern Love’. ¿Por qué será...? José Carlos nunca se dejó llevar por el coro de envidiosos que despotricaban del pisqueño debido a su arrolladora personalidad y escribió de él: “Su producción desordenada, dispersa y versátil no contiene sino los elementos materiales de una obra que la muerte frustró. Valdelomar no logró realizar plenamente su personalidad rica y exultante. Nos ha dejado, a pesar de todo, páginas magníficas”.

Creo que ni el ‘Amauta’ ni nadie en aquel tiempo, por establecer un paralelismo, tenía las herramientas para calificar una producción impresionante, por la que hoy, al compararla con toda la narrativa del género del cuento de tantas décadas, en el siglo XXI, los críticos colocan unánimemente al autor del entrañable relato ‘El caballero Carmelo’ como el segundo mejor cuentista del Perú, después del inmenso Julio Ramón Ribeyro.

Este columnista tuvo la tremenda suerte de que a los doce años pudo tener en sus manos un libro que reunía toda la narrativa de Abraham Valdelomar, donde estaban sus cuentos clásicos ‘El caballero Carmelo’, ‘El vuelo de los cóndores’ y el hipnótico, misterioso e increíblemente trágico ‘El hipocampo de oro’, gracias a mi viejita ‘Chayo’, que sin chistar me alcanzaba los billetes para comprar las obras literarias que me pedían.

Lo leí cuando asistía al colegio emblemático Hipólito Unanue de la Unidad Mirones. Allí, mi profe de Literatura, lento y bajito, al que llamábamos ‘Miguelito’, nos hacía leer a escritores peruanos que nunca se borrarán de mi memoria. Pero el narrador me deslumbró más que otros. El pequeño Abraham vivió sus años maravillosos a una cuadra del mar de Pisco.

Años después, en San Marcos, me sorprendería al conocer la historia de la ‘vida exagerada’ del líder del círculo literario, social y político de la Lima de principios de siglo pasado.Pese a que provenía de un hogar provinciano, en la capital se convirtió en un foco incandescente como promotor de ideas políticas y literarias, al punto de volverse un ‘gurú’ de la cultura y un ‘socialité’.

Provocador, erudito, sarcástico, con voz aflautada y una lengua afilada cual sable, dejaba mal parados a punta de ironías a sus enemigos, en su mayoría conservadores civilistas. Era una versión latina, peruana y de una monumental personalidad, del escritor, dramaturgo, pensador y provocador profesional, el fundador del ‘dandismo moderno’ (porque lo crearon los antiguos griegos) Oscar Wilde.

En el ‘Palais Concert’, un local de moda en el jirón de la Unión (donde hoy funciona Ripley), discernía sobre política, moda y literatura, siendo admirado y ovacionado por sus seguidores. Se hacía llamar el ‘Conde de Lemos’ y cumplía, fielmente, la norma que dictaba desde Londres el líder de los ‘dandies’ del mundo, el extraordinario Wilde:

1) Para ser un ‘dandy’ se debe vestir de manera extremadamente elegante; 2) Es imperativo despreciar y burlarse de los poderosos; 3) Despreciar la vulgaridad; y 4) Adorarse a uno mismo.

Era odiado y envidiado por enemigos muy poderosos, que no soportaban su frase ingeniosa. El 3 de noviembre de 1919, a los 31 años, se encontraba en Ayacucho para una reunión. Allí sufrió una caída, de una escalera de por lo menos seis metros y se golpeó la cabeza contra las rocas. Agonizó dos días y el velorio en Huamanga fue apoteósico. A cien años de su muerte, sus cuentos seguirán conmoviendo a tantos escolares como a mi hija y, ojalá, también a mis nietos. Apago el televisor.

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