Este Búho asistió con expectativa a una fecha trascendental para nuestro Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa: su onomástico numero 83. Estos textos han sido extraídos de su desgarrador libro de memorias: ‘El pez en el agua’ (1993).
ESE SEÑOR QUE ERA MI PAPÁ: Nuestro escritor nunca dejó de tener rencor por su padre, Ernesto Vargas Maldonado, un operador de radio de la compañía aérea Panagra, a quien describió como un hombre resentido con la familia de su madre Dora, los Llosa, de raigambre arequipeña. Después de casarse, abandonó a su esposa en Arequipa embarazada de Mario, con el cuento de que se iba por trabajo a Bolivia, y nunca más regresó ni se dejó ver. Mario creció con la familia de sus abuelos maternos, quienes le contaron que su padre había sido un valiente marino que murió en cumplimiento de su deber. Esa mentira se hizo trizas cuando Dora, su mamá, siendo Mario un niño, lo llevó al hotel de Turistas de Piura, donde ellos vivían, para presentarle... ¡a su padre! Este traumático episodio en su vida, que lo marcaría para siempre, lo inmortalizó en el primer capítulo de sus memorias: ‘Tú ya lo sabes, por supuesto -dijo mi mamá sin que le temblara la voz-, ¿no es cierto?’ -¿Qué cosa? -Que tu papá no estaba muerto, ¿no es cierto? -Por supuesto, por supuesto. Pero no lo sabía, ni remotamente lo sospechaba, y fue como si el mundo se me paralizara de sorpresa. ¿Mi papá, vivo? ¿Y dónde había estado todo el tiempo que lo creí muerto? Era una larga historia hasta que ese día -el más importante de todos los que había vivido hasta entonces y, acaso, de los que viviría después- me había sido cuidadosamente ocultada por mi madre, mis abuelos, mis tíos y tías (...). Historia truculenta y vulgar, que -lo fui descubriendo después(...) había avergonzado a mi familia materna (mi única familia, en verdad) y destruido la familia de mi madre cuando era todavía poco más que una adolescente (...) Cruzamos el umbral de una salita que se hallaba a la mano izquierda, se levantó y vino hacia nosotros un hombre con terno beige y una corbata verde con motas blancas. ‘¿Este es mi hijo?’, le oí decir. Se inclinó y me abrazó. Yo estaba desconcertado (...) tenía una sonrisa falsa, congelada en la cara’.
LA CIUDAD Y LOS LIBROS: Aunque no lo crean, si su padre creyó que al hacerlo ingresar al colegio militar le iba a quitar lo que llamaba su ‘mariconada’ por sus hábitos de lectura, se fue de cara. Mario confiesa que en esos años de encierro en el colegio Leoncio Prado, en La Perla, descubrió las maravillosas novelas de aventuras de Julio Verne, como ‘20 mil leguas de viaje submarino’ del Nautilus con el capitán Nemo, pero sobre todo, los libros de Alejandro Dumas, las aventuras de ‘Los tres mosqueteros’, los libros de Jack London o ‘El jorobado de Notre Dame’. Allí se transformó en el ‘poeta’ de su primera novela ‘La ciudad y los perros’ (1963). ‘Creo que nunca leí tanto y con tanta pasión como en esos años leonciopradinos...’.
CONVERSACIÓN EN ‘LA CRÓNICA’: No había cumplido los dieciséis años y entró a practicar al diario popular ‘La Crónica’, donde se sumerge en un mundo desconocido y apasionante desde su puesto de redactor de policiales. Conoce la Lima real, maleada, prostibularia, la cerveza, los cabarets, la bohemia con amigos periodistas con el alma de poetas, quienes le presentaron a escritores que hasta esos momentos no conocía: Sartre, Malraux, la poesía de Eguren. Solo con algunos maquillajes, esos meses tumultuosos los reflejó en su monumental novela ‘Conversación en la catedral’ (1969).
‘Los tres meses que trabajé en ‘La Crónica’, entre el cuarto y el último año de secundaria, provocarían grandes trastornos en mi destino. Allí aprendí, en efecto, lo que era el periodismo, conocí una Lima que era ignota hasta entonces para mí, y por primera y última vez, hice vida bohemia (...). Los lugares que más frecuentábamos eran unos barcitos de chinos en la Colmena y alrededores, viejísimos, humosos y hediondos lugares atestados, que permanecían abiertos toda la noche(...) conversábamos, fumábamos, ellos contaban sus aventuras periodísticas y yo los escuchaba, sintiéndome muy por encima de mis dieciséis años todavía por cumplir. Carlos Ney Barrionuevo fue mi director literario en esos meses (...) él me descubrió la existencia de Martín Adán (...) hablar de libros, de autores, de poesía, en los cuchitriles inmundos del Centro de Lima o en los bulliciosos y promiscuos burdeles, era exaltante (...) Una tarde, al entrar a ‘La Crónica’, el señor Aguirre Morales me comentó con amabilidad: ¡Qué lastima que nos deje usted, mi buen amigo, lo vamos a extrañar, ya lo sentíamos de la familia!’. Así me entere de que mi padre me acababa de renunciar...’. Solo me queda decirle como Charly Garcia: ¡Feliz un año menos, don Mario! Apago el televisor.