Este Búho escribe con tristeza. Antes de ser columnista, soy un ser humano cualquiera, como cantaba el gran Héctor Lavoe. En estas fechas cercanas a San Valentín, acaba de fallecer aquel amor de juventud, el de los ‘años maravillosos’. Esos amores que florecieron entre las estrecheces económicas, el sentimiento sincero, transparente y divertido, donde tras ríos de tinta de clásicas novelas, también transcurrían mares navegables de cerveza. Eran épocas de locura, cuando nos quedábamos tomando en ‘El sillón de las pulgas’ frente a San Marcos y nos sorprendían y asustaban los bombazos de Sendero Luminoso. Este Búho estuvo con ella tres años increíbles. La primera gran relación. Debí amarla para acompañarla en interminables viajes en bus desde San Marcos hasta Nueva Esperanza, por el famoso y espectacular cementerio.
Era un muchacho que andaba deslumbrado por todo, leía lo que me caía a la mano, planeábamos revistas y hasta viajes a la Luna. Tuve la suerte de conocer a Ana, la ‘Viudita alegre’ le decían, porque su enamorado de la facultad, meses antes había muerto ahogado en una playa del sur, y ella andaba de negro y lloraba todo el tiempo, pero a los meses y a sus 20 años, debía seguir viviendo y, en realidad, su carácter era jovial, festivo, pícaro, así que volvió a sonreír. Pero siempre valoré en ella que, pese a mi inmadurez y mi locura, nunca dejó de interesarse por mis problemas y trató de arreglar mi vida de ‘carrito chocón’, cuando éramos enamorados y, mucho después que termináramos, cuando volví a frecuentarla después que se separara. En ese entonces, ya había nacido mi hija y senté cabeza. Ya sola, con su engreída Margarita, una aplicada y responsable profesional de la universidad Católica, salimos a almorzar y ella no paraba de ‘vacilarme’. De enamorados, pasamos a ser grandes amigos. Eso, creo, lo pueden lograr solo los amantes que se reencuentran, porque a veces creo que es imposible ser amigo de la que alguna vez fue tu esposa. Hay mucho dolor y ponzoña en esas rupturas, donde también afloran terribles cuestiones monetarias.
En cambio, en dos enamorados jóvenes que firmaron su amor en sus corazones y no en un papel, subsiste, a pesar de los años, un sentimiento enternecedor, una genuina nostalgia que no necesariamente puede ser amor, pero es especial. Recuerdo ese inolvidable concierto de Rod Stewart en el ‘Monumental’ donde cantábamos ‘Tonight I’m yours’ (‘Esta noche soy tuyo’). Ella siempre fue una hermosa niña, mano suelta, desprendida y solidaria. Me engreía y me invitaba a comer, porque yo andaba misio, leyendo y escribiendo artículos que ella tipeaba, sin saber que algún día serían publicados en diarios y revistas. Ella no pensaba eso, lo hacía porque me quería y me veía feliz, y ella también era feliz. Trabajadora, laboraba en la Editorial Horizonte con don Humberto Damonte. En fechas de pago, me decía: ‘Vamos a comer pollo a la brasa, anticuchos’. Varios lustros después yo procuraba retribuirle en algo, ahora que tenía trabajo. Aprovechando el boom de la gastronomía peruana nos íbamos a comer rico. Ferviente cristiana, no tomaba y no le gustaba que tome cuando estábamos juntos. Por mi engreimiento, necedad y mi terquedad, el licor nos distanciaba, hacía que las reuniones se malograran en el epílogo.
De más está decir que ella tenía razón. Fue un amor que nació de largas cartas, llamadas en fichas ‘rin’ y viajes a la sierra. Nunca olvidaré que una noche, comiendo anticuchos frente al Banco Agrario del jirón Carabaya, ni bien terminamos nuestra porción, enrumbamos a la avenida Abancay, pero a una cuadra explotó un coche bomba en la puerta del banco y murieron los que estaban comiendo en la carretilla. La insania de Sendero nos perseguía. Me da rabia, impotencia y frustración que se haya marchado de este mundo cuando tenía mucho amor para dar. Esas son las ironías de un destino con el que siempre nos rebelaremos. Vivió muchos años sola, con su hija, y siempre supo salir adelante, desviviéndose por ella, para darle todo, sacrificando tiempo y recursos sin importarle si estaba bien o mal de salud. Gracias a eso, su hija es una exitosa profesional y esa es su mejor recompensa esté donde esté.
Tal vez nunca merecí su amor y ahora sufro su abrupta partida, pues me tocó el castigo de no haberme despedido de ella para pedirle perdón por mis locuras, mirándola a los ojos. No sé cuántas veces vi con ella la cinta ‘Nos habíamos amado tanto’ de Ettore Scola, su película favorita, que la hacía llorar. Me cuentan que ingresó caminando al ‘Rebagliati’, cuatro días antes de su fallecimiento. Conversaba un poco agitada con las visitas. Su partida fue fugaz. Mi mente vuela, la veo en Naplo, en una playa solitaria, escuchando en mi vieja casetera ‘Estación’ de Sui Generis y ‘Óleo de mujer con sombrero’, del gran Silvio Rodríguez, las dos canciones que le cantaba y que a ella le gustaban. A los jóvenes, ahora que se viene el ‘Día de los enamorados’, les aconsejo que lo disfruten bien con sus parejas, saboreen el sentimiento sincero, idealista, puro. Así era Anita. Apago el televisor.
Este Búho escribe con tristeza. Antes de ser columnista, soy un ser humano cualquiera, como cantaba el gran Héctor Lavoe. En estas fechas cercanas a San Valentín, acaba de fallecer aquel amor de juventud, el de los ‘años maravillosos’. Esos amores que florecieron entre las estrecheces económicas, el sentimiento sincero, transparente y divertido, donde tras ríos de tinta de clásicas novelas, también transcurrían mares navegables de cerveza. Eran épocas de locura, cuando nos quedábamos tomando en ‘El sillón de las pulgas’ frente a San Marcos y nos sorprendían y asustaban los bombazos de Sendero Luminoso. Este Búho estuvo con ella tres años increíbles. La primera gran relación. Debí amarla para acompañarla en interminables viajes en bus desde San Marcos hasta Nueva Esperanza, por el famoso y espectacular cementerio.
Era un muchacho que andaba deslumbrado por todo, leía lo que me caía a la mano, planeábamos revistas y hasta viajes a la Luna. Tuve la suerte de conocer a Ana, la ‘Viudita alegre’ le decían, porque su enamorado de la facultad, meses antes había muerto ahogado en una playa del sur, y ella andaba de negro y lloraba todo el tiempo, pero a los meses y a sus 20 años, debía seguir viviendo y, en realidad, su carácter era jovial, festivo, pícaro, así que volvió a sonreír. Pero siempre valoré en ella que, pese a mi inmadurez y mi locura, nunca dejó de interesarse por mis problemas y trató de arreglar mi vida de ‘carrito chocón’, cuando éramos enamorados y, mucho después que termináramos, cuando volví a frecuentarla después que se separara. En ese entonces, ya había nacido mi hija y senté cabeza. Ya sola, con su engreída Margarita, una aplicada y responsable profesional de la universidad Católica, salimos a almorzar y ella no paraba de ‘vacilarme’. De enamorados, pasamos a ser grandes amigos. Eso, creo, lo pueden lograr solo los amantes que se reencuentran, porque a veces creo que es imposible ser amigo de la que alguna vez fue tu esposa. Hay mucho dolor y ponzoña en esas rupturas, donde también afloran terribles cuestiones monetarias.
En cambio, en dos enamorados jóvenes que firmaron su amor en sus corazones y no en un papel, subsiste, a pesar de los años, un sentimiento enternecedor, una genuina nostalgia que no necesariamente puede ser amor, pero es especial. Recuerdo ese inolvidable concierto de Rod Stewart en el ‘Monumental’ donde cantábamos ‘Tonight I’m yours’ (‘Esta noche soy tuyo’). Ella siempre fue una hermosa niña, mano suelta, desprendida y solidaria. Me engreía y me invitaba a comer, porque yo andaba misio, leyendo y escribiendo artículos que ella tipeaba, sin saber que algún día serían publicados en diarios y revistas. Ella no pensaba eso, lo hacía porque me quería y me veía feliz, y ella también era feliz. Trabajadora, laboraba en la Editorial Horizonte con don Humberto Damonte. En fechas de pago, me decía: ‘Vamos a comer pollo a la brasa, anticuchos’. Varios lustros después yo procuraba retribuirle en algo, ahora que tenía trabajo. Aprovechando el boom de la gastronomía peruana nos íbamos a comer rico. Ferviente cristiana, no tomaba y no le gustaba que tome cuando estábamos juntos. Por mi engreimiento, necedad y mi terquedad, el licor nos distanciaba, hacía que las reuniones se malograran en el epílogo.
De más está decir que ella tenía razón. Fue un amor que nació de largas cartas, llamadas en fichas ‘rin’ y viajes a la sierra. Nunca olvidaré que una noche, comiendo anticuchos frente al Banco Agrario del jirón Carabaya, ni bien terminamos nuestra porción, enrumbamos a la avenida Abancay, pero a una cuadra explotó un coche bomba en la puerta del banco y murieron los que estaban comiendo en la carretilla. La insania de Sendero nos perseguía. Me da rabia, impotencia y frustración que se haya marchado de este mundo cuando tenía mucho amor para dar. Esas son las ironías de un destino con el que siempre nos rebelaremos. Vivió muchos años sola, con su hija, y siempre supo salir adelante, desviviéndose por ella, para darle todo, sacrificando tiempo y recursos sin importarle si estaba bien o mal de salud. Gracias a eso, su hija es una exitosa profesional y esa es su mejor recompensa esté donde esté.
Tal vez nunca merecí su amor y ahora sufro su abrupta partida, pues me tocó el castigo de no haberme despedido de ella para pedirle perdón por mis locuras, mirándola a los ojos. No sé cuántas veces vi con ella la cinta ‘Nos habíamos amado tanto’ de Ettore Scola, su película favorita, que la hacía llorar. Me cuentan que ingresó caminando al ‘Rebagliati’, cuatro días antes de su fallecimiento. Conversaba un poco agitada con las visitas. Su partida fue fugaz. Mi mente vuela, la veo en Naplo, en una playa solitaria, escuchando en mi vieja casetera ‘Estación’ de Sui Generis y ‘Óleo de mujer con sombrero’, del gran Silvio Rodríguez, las dos canciones que le cantaba y que a ella le gustaban. A los jóvenes, ahora que se viene el ‘Día de los enamorados’, les aconsejo que lo disfruten bien con sus parejas, saboreen el sentimiento sincero, idealista, puro. Así era Anita. Apago el televisor.