Washington. [EFE]. Amy Coney Barrett, una conservadora a rajatabla, fue nominada por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, para cubrir la vacante dejada por la icónica Ruth Bader Ginsburg en el Tribunal Supremo con la misión de prohibir el aborto.
Su postulación, que deberá ser ratificada por el Senado, no tomó por sorpresa a la opinión pública estadounidense ya que su nombre había sonado ya para cubrir una anterior vacante en 2018 y esta vez cobró de nuevo protagonismo al prometer Trump que sería una mujer quién ocuparía el puesto de Ginsburg.
Actualmente jueza del Tribunal de Apelaciones del Séptimo Circuito de EE.UU., esta abogada de apenas 48 años parece ajustarse al libreto de esta Administración: defensora de las políticas antiaborto, contraria a Obamacare y religiosa declarada.
De llegar al máximo tribunal se convertiría en la integrante más joven en ocupar uno de sus nueve puestos vitalicios.
Seguidora del originalismo
Nacida en un hogar conformado por un abogado, Michael Coney, y una ama de casa, Linda, Barrett pasó su infancia en un suburbio de Nueva Orleans y concluyó en 1990 la escuela secundaria St. Mary’s Dominican High School, de las hermanas católicas dominicas.
En 1994 se graduó magna cum laude en literatura inglesa en el Rhodes College, una institución en Memphis, Tennessee, que destaca su “larga historia de conexiones” con el Alto Tribunal.
“Ha seguido una carrera de distinción y logros profesionales”, escribió la directora de ese centro, Marjorie Hass, sobre la exalumna, en un mensaje enviado a la comunidad estudiantil a propósito de la posible nominación de Barrett.
Y recordó que la ahora aspirante al Supremo fue elegida para el Salón de Honor y el Salón de la Fama de los Estudiantes durante su paso por esa institución.
Obtuvo su doctorado en Jurisprudencia, suma cum laude, en University of Notre Dame, donde fue elegida para la sociedad de honor académica Phi Betta Kappa y galardonada con el premio Hoynes, “como la estudiante número uno de su clase”, según una publicación en la web de esa universidad.
En 2002 se vinculó como docente de la facultad de derecho de antigua alma mater.
Pero quizás una de las experiencias que pudo haber marcado la carrera de Barrett fue el haber sido secretaria del juez del Supremo Antonin Scalia, después de haber trabajado también con el juez Laurence H. Silberman, de la Corte de Apelaciones de EE.UU. para el circuito de DC.
Fallecido en 2016, Scalia fue considerado la voz conservadora del Tribunal Supremo y defensor de la teoría del originalismo, que busca aplicar la Constitución de la forma más apegada a la intención de sus autores.
Y este parece ser uno de los rasgos más característicos de sus reflexiones jurídicas.
En 2018, según describe el diario Chicago Tribune, echó mano de leyes centenarias de Gran Bretaña y de otros lugares para apoyar su disenso en el caso de un sujeto de Wisconsin condenado por ser un delincuente en posesión de un arma.
“Las legislaciones fundacionales no despojaron a los delincuentes del derecho a portar armas simplemente por su condición de delincuentes”, escribió Barrett, al argumentar que en 1791, y durante más de un siglo después, “las legislaciones descalificaron a categorías de personas del derecho a portar armas sólo cuando juzgaron que hacerlo era necesario para proteger la seguridad pública”.
El derecho por encima de la religión
Lo que sin duda ha sido de uno de los aspectos que ha generado más controversia en torno a la figura de Barrett, una madre de siete hijos, dos de ellos adoptados en Haití y uno con síndrome de Down, es su pertenencia a la comunidad religiosa People of Praise.
Ese grupo aglutina a personas de diferentes credos que comparten la creencia cristiana carismática, unidas por un pacto, que, según la web de esa organización, “se realiza libremente y solo después de un período de discernimiento de varios años”.
Al igual que en 2017, cuando Barrett buscaba su ratificación en el Tribunal de Apelaciones del Séptimo Circuito, esta comunidad ha despertado suspicacias e incluso medios locales la han vinculado con “El Cuento de la Criada” (“The Handmaid’s Tale”), centrado en una secta religiosa que subyuga a las mujeres.
Barrett, casada con el exfiscal Jesse Barrett, salió airosa en su audiencia de confirmación en 2017, en la que se hizo polémica una pregunta de una senadora demócrata sobre el dogma, en alusión a la religión, y la ley.
“Si me pregunta si me tomo en serio mi fe y si soy católica fiel, lo soy, aunque enfatizaría que mi afiliación personal a la iglesia o mi creencia religiosa no influirían en el desempeño de mis deberes como jueza”, respondió Barrett a otro senador demócrata que le preguntó si se consideraba una católica ortodoxa.
Al final, Barrett -a quien sus colegas durante su paso por la oficina del Scalia la bautizaron “The Conenator” (similar Terminator), jugando con su apellido de soltera y su reputación de acabar con argumentos poco sólidos, de acuerdo con versiones de medios locales- fue confirmada para el cargo.
Y quienes la conocen, confían en sus afirmaciones: “Le tomo la palabra de que tratará de poner entre paréntesis los puntos de vista que tiene al decidir los casos”, declaró en una entrevista con el Tribune en 2018 Jay Wexler, un profesor de Derecho de la Universidad de Boston que trabajó para Ginsburg.
“Era muy, muy inteligente. Para nada ideológica”, remató.
También en medio de la vertiginosa búsqueda emprendida por Trump -quien desde ya mira al Supremo como un actor clave para definir las elecciones de noviembre próximo- han quedado bajo el escrutinio público algunos de los pronunciamientos de Barrett sobre el aborto y otros temas.
Ella, una reconocida crítica del fallo con el que el Supremo legalizó el aborto en 1973, ha apoyado las restricciones a esta práctica promovidas en los últimos años por ultraconservadores y republicanos, que con la posible nueva mayoría en el tribunal ahora ven posible revertir la decisión original.
Igualmente, ha sido proclive a apoyar la Segunda Enmienda, que protege el derecho a poseer y portar armas, y en junio pasado respaldó, al disentir de sus colegas, la norma de “carga pública” implementada por el Gobierno de Trump que castiga a los inmigrantes beneficiarios de ayudas oficiales que aspiran a obtener su residencia en este país.