
Ramiro es un gato elegante, serio, de esos que hablan sin maullar. Llegó a la consulta con sus tutores, una pareja joven. Preocupados, confundidos: “Pancho, empezó a hacer pipí en la cama… nunca lo había hecho”.
Lo revisé. No había infección ni problema físico. Pero sí algo más profundo: el vínculo estaba desajustado. Habían cambiado muebles, rutinas, su arenero de sitio “porque no combinaba”.
Y eso, para un gato, no es un detalle. Es perder su territorio. Su lugar. Su refugio. El frío de estos días tampoco ayudaba. Pero más que el frío del clima, era el frío emocional. El menos contacto. El menos juego. El sentirse afuera, sin entender por qué.

Ramiro no protestaba. Comunicaba. Su conducta era una forma de decir: “algo no está bien, ayúdenme”. Les pedí volver a incluirlo, devolverle su espacio, tocarlo más.
Una semana después, todo volvió a la normalidad. Porque no era rebeldía, era una llamada silenciosa. Y cuando uno escucha con el corazón, el vínculo se repara. Y eso, eso sí es medicina.










