Un día, de paseo por el bosque con sus primos, Roberto encontró unas huellas muy extrañas. Eran como pisadas de algún animal que, a simple vista, no logró identificar.
Roberto corrió hacia sus primos y les advirtió de su descubrimiento, pero no le hicieron mucho caso. Entonces decidió investigar la procedencia de las huellas.
Lo primero que hizo fue calcular el tamaño. A simple vista, no parecían más grandes que las de un oso, pero tampoco más pequeñas que las de una ardilla. Al lado de las huellas había algunas cáscaras de bellotas. Así que Roberto ya tenía dos pistas: el tamaño y la alimentación de aquel misterioso animal.
Un poco más adelante, el niño encontró el tronco de un árbol arañado. Roberto anotó eso como la tercera pista en su libreta.
De pronto le dio hambre e intentó comer unas nueces de un nogal cercano, lo malo es que no tenía cómo abrirlas. Buscó una piedra, pero no pudo abrir las nueces. No encontró nada, pero lo que sí encontró fue al dueño de las huellas. Un pequeño zorro de larga y mullida cola tiritando de frío en el hueco del árbol que tanto le había llamado la atención.
Roberto no lo pensó dos veces y se quitó la chaqueta y envolvió al animal para darle calor. El animal, agradecido, lo miró con ojos tiernos y enseguida se quedó dormido. Roberto buscó a sus primos y juntos encontraron la madriguera del pequeño zorro, y allí lo dejaron, junto a sus hermanos esperando la vuelta de la madre a su refugio.
Autor: Silvia García