Xoana González debutó como columnista en Trome.pe con la primera entrega de Xoana Love. ¡Hasta la competencia publicó al respecto! (gracias vecinos, Ojo, El Popular, etc.). Esta semana, Xoana presenta un segundo texto mucho más íntimo, del que nunca ha hablado tan atbiertamente. En él, Xoana González revela aspectos que pocas veces se ven ante cámaras y demuestra que todos tenemos historias que nos marcan para siempre. No importa a qué te dediques, cómo seas o dónde vivas, esas escenas, que uno las recuerda como una película, nos hacen humanos. Empieza, Xoana:
Hoy quiero contar la experiencia más extraña que me tocó vivir, la que definió el resto de mi vida. Todos tenemos una situación que nos marca. Esta es la mía.
Podía oír mi corazón y sentir sus golpes de tambor, latía con fuerza. Caminaba y sentía la respiración más fuerte en cada paso, inhalar y exhalar comenzaban a molestarme. Llevaba las manos sudorosas, las piernas me temblaban, caminaba por inercia. Es que esa situación la había imaginado por años, solo que en mis pensamientos estábamos él y yo en una especie de cuarto oscuro y esta vez no era así.
Teníamos escenografía y la sentía absurda. Estábamos en una avenida, pasaban buses y mucha gente. El ruido me distraía, los ruidos de las calles de Buenos Aires querían que olvide mi objetivo, lograr una calma natural. Hasta que te vi y te reconocí entre el público de esa escena.
No me importa si sueno a cuento de hadas, es que este es mi cuento de hadas. Fue como magia el sentir que nos transportábamos al cuarto oscuro que imaginé desde siempre. Ya no había gente ni ruidos ni nada más que tu mirada. Se encontró con la mía y, por más que intentaba gritar tu nombre, el sonido no podía salir de mi boca. Fue como si me hubiesen robado la voz, sentí que te estaba perdiendo entre tu confusión y rasguñé mi pierna. Sí, muchas veces me hacía daño para reaccionar o para reemplazar otro dolor insufrible con ese que generan las uñas incrustándose en la carne.
Así, tomé control de mi voz y pude emitir el sonido que retumbó en tu cabeza. "Papá". Y aunque apenas fue un leve ahogo, yo lo sentí como si lo hubiese gritado. Ya no importaba, él ya había leído mis labios o escuchado el grito desesperado en mi mirada. Ver sus pasos en cámara lenta, acercándote a mí, era una catarata de calidez y seguridad que añoré por años.
Ahí estábamos frente a frente. Atiné a invitarte un café. Me quería hacer la adulta, es de "adultos" invitar un café. Era obvio que los dos estábamos anonadados por la situación. Una película pasaba por mi mente. Situaciones como la de buscar tu mirada en actos de colegio, siempre guardando la esperanza de que estés ahí, como si fuese normal que estés en mi vida, Recuerdos de navidades y cumpleaños y todas esas fechas en las que pedimos deseos y tú eras el primero en la lista.
Cuando vi tus ojos llenos de vergüenza y angustia no me interesó por qué, solo saqué mi lista de preguntas. Debía asegurarme, ¿y si desaparecías para siempre, otra vez? Ninguna de las interrogantes te reprochaba nada. No había ningún “¿por qué me hiciste falta?” o “¿Nunca te sentiste mal?”. Todo lo contrario.
Tenía 15 años. Hoy me da gracia escribir ahora, en estas líneas, lo que llevaba escrito en ese papel doblado en el bolsillo derecho. "¿Cuál color es tu preferido?", “¿cuál es tu canción favorita?", "¿Qué comida elegirías?". Esta pregunta no fue al azar, porque en casa de mamá no se permitía elegir. No se podía elegir. Se comía lo que hubiese y cuando hubiese, y mamá siempre con sus dolores de panza inventados, para que comamos nosotros. Luego, si sobraba, se escuchaban los ruidos desesperados de cubiertos en la cocina. Era ella devorando de un bocado lo que quedaba, apaciguando su hambre en un torpe silencio.
Y así fuiste respondiendo mis preguntas. Y ahí, con los años, llenaste todo vacío.
La historia, real de cabo a rabo, es la que dio origen a un post que puse en mis redes sociales. Todo valió la pena. Así es como me siento ahora:
Seré tu sonrisa hasta cuando no quieras, seré tu ángel maldito y tus desórdenes, patearé tu tranquilidad y tu tablero de ajedrez y alborotaré tu vida las veces que yo quiera. Tus miedos, tu orgullo y tu incapacidad de demostrar cariño me resbalan. Te obligo a que me digas que me quieres y que me necesitas tanto como yo a vos, así termines con los ojos vidriosos y con un nudo en el pecho, esquivando la mirada te obligo a mirarme para que veas tu reflejo vulnerable en mis ojos, que también lloran.
Me enseñaste a no tener maldad y, sin darte cuenta, me obligaste a luchar contra el miedo al rechazo y hacerme fuerte. A tener el valor de jugarse por los deseos, incluso sabiendo que te puede ir mal.
Me enseñaste a valorar a una madre capaz de no comer por sus hijos y que jamás nos habló mal de ti. Me enseñaste a que no te quieran como uno quieres que lo quieran no significa que el otro no te quiera con todo su ser.
Me enseñaste a luchar contra mis rencores y poder soltar el dolor para sentirme más liviana. Siempre soñé con una familia como La Familia Ingalls y en un extraño modo lo logré. Hoy eres mi mejor amigo, no siempre pensamos igual, incluso tu mundo conservador fue modificado con mis pensamientos. Y en mi mundo de locura encuentro en ti una perspectiva de orden.
Quizás yo no soy la hija que hubieses deseado, y tú tampoco el padre cariñoso que yo anhelaba, pero creo que fue todo un aprendizaje pasar por cada cosa... de todo se aprendió. Y se agradece lo aprendido. Si tuviera la posibilidad de volver a nacer, elegiría cada situación dolorosa y positiva, porque valí la pena y todo fue un plan perfecto que no entendí durante años, pero me hicieron fuerte y agradecida. Fue lo que me tocó aprender y lo agradezco de corazón. Y acá estamos, a kilómetros de distancia , como lo hemos estado años, como lo hemos estado incluso uno al lado del otro. Sin embargo, te siento cada vez más cercano, y quizás no sospeches que estás condenado a mí, que eres y siempre serás mío. Papá, te amo.