Había narrado que en la Av. Argentina y en otras ocasiones por el lado del óvalo del Obelisco me iba a esperar la llegada de mi papá Domingo Guadalupe Montalván, cuando era un niño. Ni bien veía a la distancia la presencia de un tráiler, me ponía en alerta ya que abrigaba la posibilidad de que podría ser papá. Esa escena se repetiría en muchas ocasiones. Hoy esos momentos me hace recordar a la película ‘Siempre a tu lado’, en la que el perro Hachiko esperaba a su amo que había fallecido, interpretado por el actor Richard Gere. Fue una historia conmovedora y real como la mía.
Nadie sabía en casa que siempre me iba a esperar a que mi padre llegara manejando ese tremendo camión, nunca les dije que soñaba con volver a verlo llegar. Yo no contaba para ellos porque era un niño, solo lo sabían mis colleras, mis amigos de infancia, quienes en varias oportunidades acompañaban mi sueño de volver a ver a mi padre y, de paso, volver a jugar en esa tremenda carrocería que era una especie de juguete gigante en la que imaginábamos ser grandes.
Mientras esperaba el regreso de mi padre, jugaba en las pistas de Corongo con la pelota, la cometa, el trompo, las bolitas y una serie de juegos de esas épocas. Los años iban pasando. Comencé a dar mis primeros pasos en el fútbol en el equipo ‘Yo Calidad’ y veía a mis amigos con sus papás. Yo lo añoraba en silencio. Así pasaron unos cinco años, aproximadamente, hasta que volví a tener noticias de él.
Un día, cuando yo tenía unos 10 años, la tía Elisa fue a tocar la puerta. Le abrí y noté que tenía una cara de que llegaba con malas noticias. Preguntó por mi mamá y de inmediato corrí a llamarla. La noticia familiar se esparció por todos lados. Mi papá, Domingo Guadalupe Montalván, había fallecido producto de un cáncer. En ese momento mi ilusión de volver a ver a mi padre se derrumbó. Era todavía un niño, pero mi corazón sintió que ya nada sería igual. Ese deseo de volver a ver a mi padre se había terminado. Fue desolador.
La familia hizo un esfuerzo para ir hasta Comas, lugar donde había recalado con su nuevo compromiso, para ir a velarlo y despedirnos de él. Ayudados de mi tío Juan que trabajaba en La Marina, se alquilaron dos buses en la que nos trepamos familiares y amigos. Ese día me sacaron del colegio para llevarme a despedirme.
Aquel episodio de volver a ver a mi padre en un cajón fue desgarrador. En el momento que tocó mi turno fui y me paré frente a su ataúd. Lo volvía a ver luego de cinco años y no era ni la sombra del papá que conocí. La enfermedad que padeció lo había deteriorado mucho. Pero era él, a quien había esperado por unos cinco largos años. Se iba para siempre y con él tantas preguntas que había pensado hacerle. Ya nada sería igual.
Luego de verlo por última vez, salí de la casa y me puse a jugar como lo haría todo niño, mientras mi familia y amigos seguían conversando entre los que se tenían mayor afinidad. Así, a los 10 años, se acababa mi historia con mi papá, sin tener la oportunidad de conversar de tantas cosas, sin respuestas y sin la necesidad de juzgarlo.
Por eso, tengo como prioridad de que uno le debe decir en vida a sus padres lo mucho que lo ama. Y si papá o mamá no está o no vive con sus hijos, por esas cosas de la vida, uno siempre puede recurrir a hablar con él o ella. He sido hijo y me quedé con esa espina clavaba en el corazón. Por eso soy de las personas que considera que uno debe decir o hablar en vida cualquier controversia que haya entre un papá y su hijo porque luego será demasiado tarde.
Desde ese punto, sueño con que mi hijo Elías que vive en Bélgica me dé la oportunidad de escucharme, aunque sea, por única vez. Espero tener esa gran oportunidad… antes de dejar este mundo.
Nos leemos el próximo lunes.