Cada dos o tres días Gabriela Goldschmidt les dice a sus dos hijos que pronto estará en casa. En esas charlas cortas de entresemana intenta aparentar serenidad a través de la línea telefónica. Cuándo volverás, le preguntan una y otra vez, ni bien levantan el teléfono y antes de colgar. "Pronto estaré en casa" les responde. Pero Gabriela miente. Su respuesta es, en realidad, una excusa para seguir luchando, un consuelo propio para no caer. "Pronto estaré en casa": es lo que decimos para sentirnos a salvo.
Cuando Gabriela dice 'casa' se refiere a su hogar en México, en el estado de Guerrero, en la colonia de Chilpancingo, donde vivió toda su vida, donde estudió, donde administró un café, donde se enamoró, donde formó una familia con su esposo y sus dos hijos de 7 y 9 años, donde tenía una vida tan normal como cualquier persona de clase media, sin urgencias ni lujos.
“Pero un día la desgracia tocó mi puerta; mejor dicho, llamó a mi celular. Y desde entonces y hasta hoy todo se ha vuelto una pesadilla”, cuenta la ciudadana méxico-alemana de 32 años y comunicadora de profesión.
Cuando Gabriela dice 'desgracia' se refiere al secuestro de sus dos hijos. Y sí, desde entonces su vida se convirtió en una pesadilla, en una interminable pesadilla. Y hoy está aquí. En Perú. En Lima. En Chorrillos. En el penal de mujeres 'Santa Mónica', con casi 9 meses de embarazo. Lejos de casa.
21 DÍAS: EL MIEDO Y LA ANGUSTIA
Como en la película ‘John Q’, en la que el personaje ‘John Quincy Archibald’ (Denzel Washington) preso de la desesperación toma como rehenes a un grupo de pacientes y doctores de un hospital para que atiendan a su hijo que está a punto de morir, Gabriela Goldschmidt también cruzó la delgada línea que separa el bien del mal por sus hijos.
“Fue un 7 de octubre de 2015. Hacía pocos días me acaban de operar de unos quistes. Recibí una llamada al celular informándome que habían secuestrado a mis hijos cuando salían de la escuela", recuerda Gabriela. "Fue un miércoles. Al día siguiente me llegaron al wasap videos de mis hijos vendados, amarrados y casi desnudos. Recién caí en cuenta de que era algo real, creía que todo era una pesadilla, un mal sueño”.
Lo real es que en México, desde el 2015, se denuncie 88 casos de secuestros al día. Y que el estado de Guerrero se encuentre en el puesto 3 de los más afectados por este crimen. Crimen que no respeta clase social, pues un médico, un abogado y hasta un barrendero pueden ser secuestrados.
A Gabriela le pidieron por sus hijos 5 millones de pesos, algo de 50 mil dólares. “Nunca en mi vida había visto esa cantidad de dinero. Pagarlo era imposible. Cuando me llamaron los secuestradores les dije que se habían equivocado de familia, que yo no tenía ese dinero. Me dijeron que juntara esa cantidad, que hiciera lo que fuera necesario, sino mis hijos serían asesinados”, relata Gabriela al borde del llanto, recordando esos 21 días de negociaciones en los que la vida de sus hijos estaba en juego.
Empezó con los ahorros de toda su vida, vendió todos los equipos de su cafetería, su ropa, sus muebles, su auto, puso en venta su casa, recibió donaciones de su familia y amigos, incluso de personas que no conocía, pues el caso se difundió por los medios de comunicación. Pero ni así pudo reunir la suma que le pedían. Al borde de la desesperación y sin más opciones fue cuando le aconsejaron hacerse un préstamo.
“Ya no sabía qué más hacer y recurrí a estas personas que hacían préstamos. Les pedí 15 mil dólares, acordamos que se los devolvería con el 20% de intereses. Era mi última salida, ya no podía esperar más”, dice Gabriela.
Con todo el dinero que pudo reunir llegó a un acuerdo con los secuestradores de sus hijos. Pactaron una fecha, una hora y un lugar. Un lugar lejos de casa, exactamente en la capital mexicana, el DF. Ya había pasado 21 días de miedo y angustia. Al día siguiente los niños aparecieron.
LA PESADILLA Y LA RESIGNACIÓN
“Después que me regresan a mis hijos, tuve que empezar con una mano atrás y otra adelante. No teníamos nada. Cada mes, al cuarto día, venían a cobrarme, pero apenas teníamos para comer. Hablé con ellos, les rogué que me echen una mano, pero me decían que ya me habían ayudado suficiente prestándome el dinero, que ahora debía tanto como el monto que me habían pedido los secuestradores”, relata Gabriela.
¿De qué es capaz una madre por sus hijos? ¿Cuáles son los límites de su amor? ¿Cruzar la delgada línea del bien y el mal por amor es una justificación? ¿Qué es el bien, qué es el mal, cuando está el bienestar de nuestros hijos en medio?
Al cabo de unos días, una mujer la visitó. Había sido enviada por los prestamistas y traía una solución para saldar la deuda. “La solución es muy fácil, ve a Perú y traes algunas cosas”, le dijo. Hacerlo no era una opción, sino una necesidad, confiesa Gabriela. “Después de todo lo que pasé, quería un momento de tranquilidad para mis hijos. Solo quería tranquilidad, paz, por eso acepté”.
Cuando Gabriela dice que ‘aceptó’ se refiere a que vino al Perú, fue en noviembre del año pasado, se hospedó en un hotel de Miraflores, allí recibió la visita de una mujer que le dejó productos como café, snacks, botellas de pisco, todo en una maleta. Al cuarto día, en el aeropuerto Jorge Chávez, cuando estaba a punto de regresar a México un perro policía le saltó encima. Llevaba 4 kilos 800 gramos de cocaína. En los examenes de rutina que hace la policía también se enteró que tenía un mes de embarazo.
Sin saberlo, Gabriela había salido de un hoyo para caer en otro. En el patio de la cuna ‘María Parado de Bellido’, en el penal de Santa Mónica, en Chorrillos, donde los niños corren y juegan a sus anchas mientras sus madres pagan condena por sus delitos, la mexicana –de pecas y ojos color café- asegura que pedir dinero prestado a personas con reputación sospechosa fue un error, pero que por el bienestar de sus hijos lo volvería a hacer, sin dudar. Lo dice mientras acaricia su vientre de 9 meses de embarazo, mientras cuenta que sus hijos le preguntan cuándo volverá y ella solo les responde: “Pronto estaré en casa”. Pero su condena es de 6 años 8 meses.