La diáspora venezolana se ve en las más de ocho millones de personas que han migrado. Es el segundo mayor desplazamiento actual después del que ocurre en Siria Al menos un millón de ellos han ingresado a territorio peruano. Todos, o la gran mayoría, buscan un mejor futuro. Desiré Mendigaña (*) es comunicadora social. Nació en Perú, pero a los tres años migró a Venezuela con su madre. Con la crisis económica del país llanero, tomó sus maletas y cruzó fronteras. Ha vuelto a sus raíces. Esta es la cuarta entrega de su historia:
Hubo un tiempo en el que mi trabajo como productora de un programa cultural para la televisión nacional me ‘obligaba’ a viajar constantemente. Sin darme cuenta, me volví una experta organizadora de maletas, maletines y mochilas. En cuestión de unos pocos minutos, podía alistar el equipaje de una semana o dos. Según el destino, que podía ser montañoso, costero, de sabana, de altura o la combinación de varios en un solo lugar, me tocaba ‘calcular mentalmente’ los tipos de looks o atuendos que luciría.
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Sin embargo, el equipaje más difícil de hacer es el que no entra en una maleta, ni en dos. Ese equipaje, definitivamente, es el más complicado de hacer. ¿Por qué? Porque reducir toda una vida a unos cuantos kilogramos, es algo similar a tratar de recoger todo el mar de una playa, con un balde.
RELATOS QUE TE MUEVEN EL PISO
Una de las peores (sino la peor) consecuencia de la pésima política que hay desde hace más de veinte años en suelo llanero, ha sido el quiebre familiar y humano que hemos tenido que pagar. Más de cuatro millones de ciudadanos, para ser más específicos, podrían dar fe de eso. El socialismo del siglo veintiuno, desintegró familias, asesinó a jóvenes lejos de sus hogares, y llevo a muchos a hacer lo impensable con tal de sobrevivir.
Nadie está preparado para salir corriendo de su zona de confort, de su núcleo familiar y de su estilo de vida, en una suerte de ‘sálvese quien pueda’. Y así como hay historias de cuento de hadas, hay anécdotas que te dejan tragando saliva. Relatos que te mueven el piso. Te hacen ver tu vida y la de los demás, de otra manera. Creo que, en ese punto, me volví más humana.
El tiempo que viví en Colombia, en una ciudad llamada Ocaña en Norte de Santander, y que, a todas luces, parecía más a un pueblo que una urbe, pude conocer a una señora venezolana, de unos cuarenta y tantos años, cuya vida no estaba llena de lujos ni riquezas. Más bien, llevaba una vida tranquila pero miserable, con una hija de unos seis años si mal no recuerdo. Una casita humilde, pero de seguro, con mucho calor humano. Como muchas madres, decidió confiar en las promesas de ‘una amiga’ que ya estaba instalada en Ocaña. Le prometió recibirla y hasta ubicarle un empleo digno con lo cual podría ayudar a su familia de Venezuela.
Nada estaba más alejado de esa realidad soñada. Como muchas personas ansiosas de un mejor porvenir, esta señora logró llegar a Colombia haciendo un gran esfuerzo económico y humano. Se encontró con su ‘amiga’. Esta mujer que se había anunciado como salvadora, la que le solucionaría los problemas, no tardó en quitarle sus documentos de identidad y algunas pertenencias, para poder someterla a lo que tanto temen las mujeres.
Cómo no, claro que le tenía un trabajito. La chamba consistía en atender a cierta cantidad de hombres mañosos que no eran precisamente Brad Pitt o Leonardo DiCaprio, a diario. Mientras eso sucedía, ella viviría en esa suerte de ‘huarique sexual’ de mala muerte hasta pagar la deuda que había generado su viaje y hospedaje, en ese pueblo.
Así que, ahí se encontraba esta señora de cuarenta y tantos años, prostituyéndose contra su voluntad. Pagando una deuda diaria que ella no solicitó. Mientras ella me contaba lo que había vivido hasta entonces, yo no podía quitar la imagen de su hija en mi cabeza. Una criatura inocente, totalmente ajena a todo lo que su mamita hizo para darle un poco de bienestar y mejor futuro.
Para hacer el cuento corto, esta mujer guerrera y valiente logró juntar dinero y saldar esa terrible y absurda deuda, recobró su documentación y salir de ese antro de mala muerte. Consiguió hacer amistad con un señor de buenos sentimientos que le ayudó a reencontrarse con su menor hija, y pudo trabajar en una tienda de ropa en donde yo también trabajé, llamada irónicamente ‘El Hueco’. Ahí fue donde la conocí y supe, de su propia voz, cómo llegó hasta ese lugar.
Desde entonces, no supe más de ella. Espero que esté bien y feliz con su hijita. Pero, la moraleja de esto es muy simple. Nadie sabe las batallas que otros han tenido que librar para estar donde están. Algunas batallas son luchas limpias y honestas. Pero otras, son tus adversarios los que juegan sucio y está en ti pelearla hasta el final. Por eso, debemos ser compasivos, empáticos y solidarios. No importa de dónde venga esa persona. No importa lo que tenga o no tenga. Tal vez esa persona, que bien pudieras ser tú, ha tenido que luchar muchas batallas para estar ahí.
(*) Desiré M. Mendigaña Mogrovejo. Nace en Lima, Perú, pero migra a Venezuela a los tres años. Egresada como Licenciada en Comunicación Social Mención Audiovisual de la Universidad Santa María en la ciudad de Caracas (Venezuela). Trabajó como productora de televisión en programas culturales, fue reportera y presentadora del noticiero cultural. En 2012, fue corresponsal en Uruguay de la ‘I Gira Internacional de la Orquesta Filarmónica de Venezuela’. En 2018 migró a Colombia donde trabajó como locutora y productora del ‘Noticiero del mediodía’, de la cadena Caracol Radio, en la ciudad de Ocaña. En 2019, regresa al Perú después de 37 años. Distante, pero nunca ausente de la cultura y tradición peruana.
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