Aunque para muchos el fenómeno de las migraciones en Latinoamérica sea un tema nuevo y que, a raíz del éxodo venezolano, parece haberse puesto de moda, lo cierto es que no es así.
Ya para 2017, aproximadamente 37 millones de extranjeros latinoamericanos residían fuera de sus países de origen. De manera que no es novedoso el éxodo de migrantes latinoamericanos, que en su mayoría se han establecido en los Estados Unidos, o en diferentes países, pero dentro del mismo continente, y esto ha sucedido a lo largo de décadas y en diferentes periodos de tiempo.
Yo soy testimonio de una de esos cientos de familias que en la década de los ochenta migró hacia Venezuela por razones sociales. Así sucedió no solo en Perú, sino en Colombia, Ecuador, Bolivia, e incluso Chile y Argentina durante sus épocas más oscuras de las dictaduras. No olvidemos el enorme éxodo cubano que durante décadas y hasta el presente, continúan llegando a las costas norteamericanas.
Y si nos vamos más hacia atrás, recordaremos los barcos que llegaban a continente americano desde Europa huyendo de la Segunda Guerra Mundial. Teniendo esto como referencia, no es un fenómeno inédito en la región el recibir (y en esto Latinoamérica ha sido bien generosa) a numerosos extranjeros durante largos períodos de tiempo.
Sin embargo, lo que sí es un fenómeno es la migración repentina debido a crisis económicas, políticas y sociales, y en este caso, el venezolano es el claro ejemplo de ello: desde 2015 y según la Organización de Estados Americanos (OEA) se estima que al cierre de 2021 y comienzos de 2022, haya 7 millones de migrantes venezolanos en el mundo, en calidad de refugiados, perseguidos políticos o desplazados. Es decir, que, en menos de una década, la migración venezolana, destronó la cifra de desplazados sirios que hasta ahora es de 6,7 millones.
A diferencia del desplazamiento sirio, que está motivado principalmente por la guerra civil que se vive en ese país, y sus consecuencias; el éxodo venezolano corresponde principalmente a un puñado de razones como lo son: emergencia humanitaria, crisis económica, violaciones a los derechos humanos, colapso de los servicios públicos y la violencia e inseguridad generalizadas en el país.
De esos casi 7 millones de venezolanos estimados, no todos han salido de manera legal del país caribeño porque para quienes sabemos la realidad venezolana, conseguir sacar o renovar un pasaporte es un acto que amerita muchísima inversión y en dólares.
La corrupción está tan incrustada en las instituciones públicas, que el simple derecho de cualquier ciudadano en el mundo de solicitar su pasaporte y pagar un costo moderado y tenerlo en físico en un plazo de tan solo días o semanas, en Venezuela no es así, porque solicitarlo es desembolsar una cantidad exorbitante de dólares (en un país con control de divisas), esperar hasta años para poder tener el documento en tus manos, y en el peor de los casos el proceso no llega a culminarse nunca.
En un país con una profunda crisis económica, esto es imposible, impensable siquiera, cuando se desea buscar un mejor futuro para una familia promedio de cuatro miembros que viven en condiciones humildes. Esa es una de las razones por las cuales, muchos optan por salir caminando y atravesar fronteras por trochas y senderos ilegales.
Pero si bien, Latinoamérica ha sido generosa en la recepción de extranjeros; también ha sido ineficiente en sus políticas públicas y migratorias. Los procesos a los cuales, muchos de mis compatriotas han pasado cuando ingresan a un país como refugiados o ilegales, han sido procesos lentísimos en los que no se les garantiza una legalización temporal, y quedan a la espera durante días, semanas y meses en albergues, o en el peor de los casos en carpas improvisadas en plazas o parques de los poblados fronterizos. Ahí conviven en esas condiciones, familias enteras que en ocasiones se recursean vendiendo caramelos en semáforos, limpiando vidrios o pidiendo limosnas.
Hacia estos migrantes pobres, sin recursos, que por lo general tienen una educación muy básica porque no son profesionales universitarios, y en muchos de los casos no han culminado sus estudios primarios. A estos grupos de desplazados, se les suele responsabilizar de todas las fallas que tienen los sistemas de gobiernos locales. A esto, se le suma el amarillismo mediático con el que suelen resaltar los aspectos negativos y darle protagonismo a quienes migran para continuar haciendo el mismo daño que hacían en Venezuela.
El reciente caso lamentable y vergonzoso ha sido el de Chile, en el que una manifestación anti migratoria, terminó en la quema de pertenencias y carpas donde pernoctaban ciudadanos venezolanos que habrían ingresado ilegalmente al país, y se encontraban varados en la ciudad fronteriza de Iquique desde hace meses, a la espera de una solución en su status migratorio por parte de las autoridades locales y de alto gobierno. Pero este hecho de salvajismo al más puro estilo del Ku Klux Klan, no ha sido el único.
En 2018, en la ciudad fronteriza de Pacairama en Brasil, un comerciante de la zona resultó herido y sus familiares acusaron irresponsablemente a los venezolanos, en ese hecho sucedió exactamente igual que en Iquique: una turba de lugareños procedió a arremeter con toda su furia contra los campamentos de refugiados venezolanos, quemándoles sus pocas pertenencias, alentando a la violencia contra un grupo vulnerable que estaba integrado por niños, mujeres embarazadas y personas mayores. Lo más dantesco era ver a la población aplaudiendo y vitoreando su “triunfo” mientras los migrantes retornaban caminando, por la carretera hacia territorio venezolano custodiados por las fuerzas de orden. Un acto de total deshumanización.
Pero, lo que molesta no es que sean venezolanos (¿o sí?), lo que más motiva a estos actos intolerantes, es que sean migrantes de bajos, bajísimos recursos. Migrantes pobres, sin cierta ‘clase’, ni un buen vestir. Al parecer, ver a estos grupos deambulando por las calles, recuerda que la pobreza y la miseria existen. Que hasta el país con mayor riqueza petrolífera de la región puede exportar pobreza, y la verdad es que estos actos de odio no lo serían si esos casi 7 millones de migrantes venezolanos no fuesen de escasos recursos. Ser pobre no es un delito. Instigar al odio y a la intolerancia, sí lo es.
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