Por: Jhonny Valle
El día que conocí a Jhon Jairo Velásquez Vásquez, alias ‘Popeye’, también conocí y entendí la mentalidad de un psicópata: No tiene sentimiento de culpa o arrepentimiento. Puede ser una persona sociable, confiable. Podría vivir en tu edificio y no lo notarías.
Fue en octubre de 2015 que tuvimos nuestras primeras conversaciones vía telefónica. Él había publicado el libro ‘Sobreviviendo a Pablo Escobar’, en el que narraba las ‘aventuras’ criminales como lugarteniente del narcotraficante colombiano más sanguinario en la historia de la humanidad.
Asesinatos, atentados, torturas, secuestros y extorsiones fueron algunos de los delitos que engrosaban su hoja de vida y que ‘Popeye’ recordaba como galones militares. Por eso se hacía llamar ‘El general de la mafia’.
Luego de semanas de coordinaciones, por fin se pudo concretar la fecha de nuestro encuentro. ‘Sea juiciosito. No traiga mucho equipaje’, me advirtió un día antes del viaje. Para entonces, el hombre que confesó haber matado a más de 250 personas directamente y participado en la muerte de otras 3 mil, ya llevaba un año en libertad, después de pasar 23 en la cárcel.
En estas circunstancias, y ante la magnitud del personaje, un periodista no mide el peligro, no siente miedo, ni preocupación. Sucede lo contrario. La adrenalina, la ansiedad y la euforia se convierten en un cóctel que el reportero saborea como un niño lo hace con una paleta dulce.
Apenas segundos después de que el avión aterrizara en el aeropuerto de Medellín, ‘Popeye’ me llamó. ‘Baje al sótano. Ahí lo espero’. Llevaba ropa casual, lentes de sol y cargaba un celular muy moderno. “Este celular hijoputa está siendo rastreado. La policía oye mis conversaciones y sabe por dónde me muevo”. Era una mañana fresca en la ciudad de Botero y ‘Popeye’ conducía su auto de lunas polarizadas a una velocidad moderada. De rato en rato maldecía a los motociclistas que se atravesaban en su camino. ‘Tetrahijoputas’, vociferaba, mientras apretaba el timón con fuerza.
Aunque juraba que después de 23 años en la cárcel era un hombre nuevo, lejos de las actividades sucias, y más bien entregado a Dios y dedicado a la promoción de sus libros, lo cierto era que continuaba moviendo sus tentáculos criminales en Medellín. Tres años después de aquel encuentro, sería devuelto a prisión por los delitos de concierto para delinquir agravado y extorsión agravada.
Ahora entiendo por qué aquellos días que conviví con él observé a un tipo que se sentía perseguido, rastreado, observado y a punto de ser asesinado, totalmente paranoico. Esto fue más notorio el primero de diciembre, cuando los paisas celebran la ‘Alborada’, festividad para recibir el mes navideño.
“Paso por usted a las 9 de la noche. Iremos a una colina a observar cómo celebramos aquí la ‘Alborada’, con hermosos fuegos artificiales y mucha fiesta”. Y a las 9 de la noche llegó al hotel. “Verá qué hermosa es la ‘Alborada’. Nosotros somos muy navideños”. Algunos consideran que esta es una celebración heredada por Pablo Escobar y que su origen se remonta a la primera embarcación de cocaína que salió al extranjero. Aquella vez, para festejar hicieron disparos al aire, lo que con los años se convirtió en fuegos artificiales.
Camino a la colina, nos agarró un tráfico parecido al de Javier Prado en hora punta. “No, yo no puedo estar acá. Esto es muy peligroso, parcerito. Aquí cualquiera se baja de su auto y me revienta a plomazos. Nos vamos”. Muy nervioso y sudando giró el auto y me regresó al hotel.
Era un hombre con una personalidad histriónica. Tenía un gesto para cada frase y una frase hecha para cada pregunta, por eso cuando conversábamos sobre el Cártel de Medellín y sobre su ‘patrón’ Pablo Escobar, era como si estuviera leyendo un guion mental. Tal vez ni su propia madre amó tanto al capo de la droga como ‘Popeye’ lo hizo.
Una tarde completa conversamos de los nexos del Cártel de Medellín con Héctor Lavoe, ‘Chespirito’, Gabriel García Márquez, Vladimiro Montesinos, Alberto Fujimori, Sendero Luminoso. Sobre los bacanales de Pablo Escobar en la Hacienda Nápoles y en los carnavales de Río de Janeiro, a donde iban en helicóptero con un millón de dólares y regresaban ‘misios’. Conversamos de lo que era un proyecto en ese entonces, su serie en Netflix. Platicamos de sus creencias y de sus temores, de sus inicios en la delincuencia y de su familia. Me confesó historias sórdidas de su infancia con la condición de que no las publique. “Yo tuve todo a la mano para ser bandido y no lo desaproveché”.
Recuerdo que hablaba de sus crímenes como quien habla de sus conquistas amorosas. Sentía placer y –hasta podría decirlo- orgullo. Se autocalificaba como ‘la memoria histórica del Cártel de Medellín’ y recordaba cada detalle al milímetro que uno empezaba a sospechar si lo que decía era verdad o imaginación.
El día que fuimos a la tumba de Pablo Escobar, compró rosas y girasoles. Frente a la lápida de su máximo líder, se arrodilló, se puso las manos al pecho y rezó. Era una devoción divina que él le tenía a un hombre que construyó un imperio traficando cocaína, que generó sangre y muerte en Medellín.
Allí le pregunté si creía en Dios, si consideraba que tras su muerte iría al cielo. Él respondió: “Escrito está en la biblia. Dice que si uno se arrepiente, es totalmente salvo. Yo iré a la diestra de Dios”.
El último día, al despedirnos, me ofreció un fajo de billetes. Calculé unos mil dólares en moneda colombiana. No acepté y le consulté cómo es que subsistía en la vida cotidiana. “De la venta de mis libros”, dijo. Por supuesto, él no es autor de ningún bestseller.
Es paradójico que ‘Popeye’ no haya muerto entre balas, sino –como diría un amigo- bajo la justicia más democrática que existe en este mundo: el cáncer.