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La violencia en el Callao dejó de tener rostro adulto. Ahora son menores —niños que aún deberían correr detrás de una pelota— quienes cargan armas, cobran extorsiones y reciben órdenes que marcan destinos de muerte. En las sombras aparece un nombre conocido por la Policía: Julio Martín Cárdenas Rosales, alias Gordo Martín, señalado como el responsable de reclutar y adiestrar a estos adolescentes para delinquir.

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Las calles se convirtieron en su campo de entrenamiento. Entre peleas armadas, insultos y supuestas rivalidades barriales, los más jóvenes eran empujados a probar su “lealtad”. Ahí empezaba todo: golpes primero, armas después. En esos grupos también participaban niñas, llamadas “sangres”, símbolo de pertenencia a la estructura criminal.

Julio Martín Cárdenas Rosales, alias Gordo Martín
Julio Martín Cárdenas Rosales, alias Gordo Martín

Cada enfrentamiento era una prueba. Cada caída, una selección silenciosa de quienes serían usados para misiones más peligrosas. Mientras tanto, los cabecillas observaban desde lejos, decidiendo quién avanzaba y quién quedaba relegado.

Nicole Flores Espinoza, conocida como Niki, fue una de las primeras en ser identificada. Era menor cuando empezó a mover droga para la organización del Gordo Martín. Tenía marihuana escondida en su casa, balanzas digitales, más de cuatro mil soles en efectivo y celulares con información sensible. La red la usaba para distribuir sustancias y recaudar dinero en barrios enteros.

A pesar de detenciones previas, la ley no podía castigarla severamente por su edad. Esa impunidad operaba como señal para que otros adolescentes siguieran su camino. Para los cabecillas, eran piezas reemplazables.

Los hermanos Huaraca, Dylan y Jeremy, también cayeron bajo la influencia de la organización. Kaleth, uno de ellos, se volvió el más conocido. Tenía solo 17 años y talento para el fútbol, pero terminó mostrando habilidades con armas de fuego, posando en redes como si fuera un trofeo macabro.

EL DÍA QUE KALETH FIRMÓ SU SENTENCIA

Audios filtrados revelan la relación directa entre el Gordo Martín y Kaleth. En una de esas grabaciones, el cabecilla le reclamaba no haberlo protegido de una intervención policial. La voz del menor temblaba. Había fallado, y en esa organización los errores se pagaban de la peor manera.

Días después, Kaleth fue asesinado en plena calle. No murió por casualidad: lo mató otro menor, identificado como Eladio, que llevaba un arma escondida en su auto. Según la Policía, recibió órdenes directas para ejecutarlo. La red no perdonaba fallas ni sospechas de traición.

Su muerte cerró un capítulo que exponía con crudeza cómo la estructura criminal usaba a los adolescentes como engranajes desechables.

Kaleth tenía 17 años y mostraba habilidades con armas.  Foto: Domingo al día.
Kaleth tenía 17 años y mostraba habilidades con armas. Foto: Domingo al día.

LA SOMBRA DEL ‘GORDO MARTÍN’ SIGUE ACTIVA

Alias Gordo Martín era quien daba las órdenes. Su red se dedicaba al cobro de cupos, microcomercialización y sicariato. Reclutaba menores prometiéndoles dinero fácil, armas y respeto. Las comunicaciones intervenidas demuestran que esas órdenes se ejecutaban a través de terceros, para evitar dejar rastros.

Hoy está prófugo y, según la Policía, habría escapado a Bolivia. Desde allí seguiría manejando parte de la estructura, ordenando represalias y moviendo a sus operadores jóvenes como si fueran soldados sin futuro.

La División de Unidades Especializadas elaboró una línea de tiempo para desarticular la red. Tras la muerte de Kaleth, intensificaron operativos y lograron recluir a Niki. Las investigaciones continúan con la revisión de celulares incautados y viviendas allanadas.

Pero el problema es más profundo: la legislación no permite sanciones severas para los menores captados, lo que los convierte en escudos penales usados por los cabecillas para operar sin exponerse.

En el Callao, las consecuencias ya se sienten en cada barrio. Jóvenes que alguna vez soñaron con una cancha terminan muertos o presos. Otros, como Niki, pasan de la escuela a los penales, cargando culpas que no les pertenecen del todo.

El ciclo continúa. Los cabecillas se esconden o huyen. Los menores quedan atrapados entre promesas rotas y un sistema que pocas veces los rescata. Mientras tanto, la comunidad chalaca sigue contando historias de violencia que empiezan cada vez más temprano.

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