
En la madrugada del pasado 23 de febrero, mientras la ciudad dormía y el silencio de la autopista Ramiro Prialé apenas era interrumpido por el rugir ocasional de un motor, la vida de Carlos Mendo Castillo se apagó de forma brutal. Tenía 37 años, un porvenir prometedor y las manos bendecidas para reparar cuerpos y devolver sonrisas. Pero nunca sospechó que la mayor amenaza no estaba en la calle, sino en el asiento del piloto de su propio automóvil.
Su verdugo no llevaba pasamontañas ni irrumpió con violencia en la clínica de San Isidro donde trabajaba. Era, paradójicamente, el hombre en quien más confiaba: su asistente, José Miguel Espín González, un joven venezolano de 22 años, que lo acompañaba en sus cirugías, en sus rutinas y hasta en su vida personal. Aquel día lo condujo con paciencia hasta una emboscada planeada con meticulosidad. Así lo recordó esta semana el programa ‘Estás en todas’, en su segmento ‘Crimen y castigo’.

REUNIÓN SECRETA CON LA MUERTE
Las cámaras de seguridad de Campoy habían registrado cuatro días antes el inicio de esta tragedia. Allí, Espín se reunió con John Enderson Arnaldo Jaspe Rivas, un sicario también venezolano, de rostro frío y mirada calculadora. El video muestra la transacción: un sobre con dinero que pasa de una mano a otra. Tres mil soles, el adelanto de un pago miserable por una vida humana. Luego, otros 800 soles se depositarían en la cuenta de la pareja del pistolero, para completar los 3,800 que costaría el crimen.
“Necesitaba 80 mil soles para comprarme una casa en Venezuela”, confesaría más tarde Espín con la misma frialdad con la que se redacta una lista de compras.
La Policía no tardó en comprobar la ruta del dinero: un cajero, una mujer, un retiro. La coartada empezaba a desmoronarse mientras la sangre del cirujano aún no se secaba en la autopista.
EL ÚLTIMO PASEO
Carlos Mendo, agotado tras una cirugía, aceptó la invitación de su asistente para salir en auto. Nada parecía fuera de lugar. En el asiento del copiloto se quedó dormido, confiado, ajeno a que el mapa en el celular de Espín lo conducía directamente a su tumba.
En el kilómetro 4 de la Ramiro Prialé, Espín detuvo el vehículo, bajó la luna y encendió las luces intermitentes, la señal convenida. De entre las sombras apareció Jaspe Rivas. Caminó sin apuro, apuntó y disparó dos veces en la cabeza del médico. Ni una palabra, ni un titubeo. Luego lo jaló fuera del vehículo, le arrebató el celular y se perdió en la noche montado en una moto conducida por un menor de 17 años.

LA MENTIRA SE DESMORONÓ
Espín, en un intento desesperado de lavarse las manos, condujo hasta un grifo cercano. Allí lavó los rastros de sangre e improvisó un guion: la historia de un supuesto asalto en carretera. Llamó a la familia con la voz quebrada, fingiendo dolor. Pero el papel no le duró demasiado. Sus contradicciones, su risa nerviosa en los interrogatorios y hasta su empeño por bloquear las cuentas bancarias de la víctima lo delataron. “Soy su pareja”, repetía a los bancos, mientras buscaba apoderarse del dinero.
La Dirincri, experta en leer entre gestos, pronto desarmó la farsa. Bajo presión, Espín confesó. Detalló pagos, lugares y hasta la forma en que guió al médico hasta el punto exacto donde debía morir. En la reconstrucción, intentó excusarse: “Yo no quería ver cómo lo mataban”. Pero las palabras ya no alcanzaban para borrar el rastro de su traición.
- Policía: “¿Ese pago ha sido el mismo día de los hechos, antes o después?”
- José Espín: “No, antes de los hechos.”
- Policía: “Antes de los hechos, los 3800.”
- José Espín: “3 mil en efectivo y 800 el día sábado o viernes con una transferencia bancaria.”
- Policía: “Ellos te dijeron que lo lleves a tal lugar.”
- José Espín: “Sí.”
- Policía: “¿A qué lugar?”
- José Espín: “A Prialé.”
- Policía: “¿Tú conoces el lugar? ¿Cómo llegaste?”
- José Espín: “Maps. Me mandaron la ubicación.”
- Policía: “¿Tú viste como la asesinó?”
- José Espín: “Incluso antes le había dicho que lo bajaran del carro porque yo no quería ver (el asesinato) Me entendió mal, primero lo mata y luego lo baja”

LA HERIDA QUE NO CIERRA
El cuerpo de Carlos Mendo fue velado en San Juan de Lurigancho, entre lágrimas de familiares, amigos y colegas. Su hermana, con la voz quebrada, resumió el dolor en una sola frase: “Mi hermano no merecía morir así. Él confiaba en todos, nunca vio maldad en nadie”.
Mientras tanto, la Policía mantiene detenido a Espín y al menor que manejó la moto, pero el sicario sigue prófugo. La justicia se abre camino lentamente, aunque nada logrará suturar la herida que deja la traición más oscura: la de aquel que compartía los días, los secretos y la confianza del cirujano.
Carlos Mendo soñaba con transformar vidas. Nunca imaginó que la suya terminaría convertida en un símbolo de cómo la ambición, cuando se mezcla con la traición, puede ser más letal que cualquier bala.
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