Era habitual verlo en el Jirón Quilca, en el Centro de Lima. A veces se instalaba en el bar Queirolo o, a veces, en el bar Don Lucho. Uno lo reconocía fácil: Era alto, corpulento y de cabello blanco, blanco. Siempre rodeado de jovencitos, muchos de ellos escritores, que buscaban en él a un guía literario. Y él los atendía a todos. Leía sus textos, los corregía, los aconsejaba y los alentaba.
Siempre tenía algo que decir. Los jóvenes –dice el poeta Jorge Flores solo nos callábamos y lo escuchábamos…
El escritor Oswaldo Reynoso (Arequipa, 1931/Lima, 2016) retrató sin pudor la sociedad limeña de los años 50 en sus célebres libros: ‘Los inocentes’ (1961) y ‘En octubre no hay milagros’ (1965), y otros más de igual o mejor calidad. Reynoso que también ejerció la docencia universitaria volcó su mirada de aquella Lima sórdida y lumpen en sus obras. Convirtió el lenguaje ramplón, en lenguaje literario. En esa época en que decir ‘gila’, ‘manyar’, ‘desahuevar’, ‘tombo’, ‘tono’ o hablar de la homosexualidad era satanizado por la sociedad y los intelectuales, el arequipeño causó un revuelo de magnitudes insospechadas con sus publicaciones.
Oswaldo Reynoso solía contar que cuando presentó ‘Los inocentes’ su más aclamado libro de cuentos, donde nacen los entrañables personajes ‘Cara de Ángel’, ‘Príncipe’, ‘Carambola’, ‘Colorete’ y ‘Rosquita’ se acercó tímido hacia el poeta Martín Adán, quien estaba en un rincón del bar Palermo, y le entregó un ejemplar. Tiempo después y muy preocupado, el vate le dijo: ‘Un escritor como usted va a sufrir mucho en el Perú’.
Sus libros eran prohibidos. Los muchachos tenían que leerlo a escondidas y comprarlos era casi vandalismo. Los críticos literarios eran salvajemente despiadados con él. Oswaldo Reynoso decía, con mucho orgullo, que no pertenecía a la argolla literaria peruana. Aun así, Oswaldo Reynoso se convirtió en un escritor de culto. Leerlo en aquellos años de calzones con bobos era un acto de rebeldía, una protesta contra el establishment. Y él disfrutaba, porque él también era un rebelde, un inconforme.
Su presencia en esa calle oscura y humeante que es Quilca, atiborrada de borrachos y vagabundos, de periodistas, de músicos, de estudiantes, de delincuentes y de perros hambrientos, generaba un aura de solemnidad divina: ‘Ahí va el maestro’. Y él, humilde, respondía los saludos, sea quien sea. Parecía una oveja más del rebaño. Oswaldo Reynoso hizo, de ese mundo sombrío, la materia prima de su creación literaria. Uno podía encontrar a los personajes de sus libros en esa calle o en cualquier otra donde impere la marginalidad. “Amo a mi país y el rostro de mi país es el rostro de la gente pobre, y yo escribo para ellos”, dijo alguna vez.
La noche de su muerte, hace apenas cinco días, eran esos mismos muchachos los que llenaron La Casa de la Literatura para despedirse de él, del líder de la collera. Nadie lloró –o al menos nadie lo hizo en público-, pues Oswaldo Reynoso había hecho un pedido expreso: “que sea una gran borrachera”. Y por supuesto, esa noche fue la noche más triste y salvaje en Jirón Quilca.
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